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No lo raro, sino el instante raro: Casal por Martí; Martí por Darío

De aroma elegíaco estas semblanzas, sobrecogen como en interior de catedral justo antes de la liturgia, comunión: Julián del Casal ―de José Martí, publicada en el periódico Patria el 31 de octubre de 1893, a pocos días de la muerte de Casal―; y José Martí ―por Rubén Darío, del libro Los raros, especie de canon literario del escritor nicaragüense, cuya primera edición fue en 1896, un año después del fallecimiento del Apóstol―.

 

 

Inician a modo de invocación ante lo rotundo de la muerte: “—¡oh! permitid que diga su nombre delante de la gran Sombra épica; de todos modos, malignas sonrisas que podáis aparecer, ya está muerto!…” (José Martí). “Aquel nombre tan bello que al pie de los versos tristes y joyantes parecía invención romántica más que realidad, no es ya el nombre de un vivo” (Julián del Casal).

Retratos finiseculares que hacen llegue a nosotros un perfume decimonónico inconfundible, espíritu romántico en transición hacia nuevas vías estéticas y éticas: “De la beldad vivía prendida su alma; del cristal tallado y de la levedad japonesa; del color del ajenjo y de las rosas del jardín; de mujeres de perla, con ornamentos de plata labrada; y él, como Cellini, ponía en un salero a Júpiter. Aborrecía lo falso y pomposo” (Julián del Casal).

Prosa pródiga (estilo de época) en emociones, metáforas, imágenes… “Quien murió allá en Cuba, era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres; era millonario y dadivoso: vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico: hay entre los enormes volúmenes de la colección de La Nación, tanto de su metal fino y piedras preciosas, que podría sacarse de allí la mejor y más rica estatua” (José Martí). De tal modo, vamos configurando la personalidad del evocado y de quien evoca como un solo latir, unimos el nuestro.

 

 

 

El instante raro de estos poetas es misterio… enamora. Especie de caleidoscopio en el que Casal, Martí y Darío son los tres espejos al interior e involucran, más que con frías y exactas figuras de fechas y hechos, con esa calidez de colores que no dejan de maravillar.

Martí y Darío no pueden permanecer impasibles en esas semblanzas elegíacas que escriben: respetan al ser humano, aman el arte; y comparten el modo, ese modernismo literario (Casal, uno de sus más sublimes cultores) que germinaba en estas tierras latinoamericanas con una personalidad regional que se iba definiendo. “Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo” (Julián del Casal).

A veces temo que no sepamos ver ―como hicieron José Martí y Rubén Darío desde miradas singularísimas― a estos poetas de cuerpo entero, sin necesidad de pedagogías o maniqueísmos. Distinguir, por ejemplo, a un Martí inquieto y curioso cual Meñique, caminando por ese país del que, no obstante advertir el peligroso gigante, horadó en matices insustituibles, así lo refiere Darío: “Mi memoria se pierde en aquella montaña de imágenes, pero bien recuerdo (…) un puente de Brooklin literario igual al de hierro: una hercúlea descripción de una exposición agrícola, vasta como los establos de Augías; unas primaveras floridas y unos veranos, ¡oh, sí! mejores que los naturales; unos indios sioux que hablaban en lengua de Martí como si Manitu mismo les inspirase: unas nevadas que daban frío verdadero, y un Walt Whitman patriarcal, prestigioso, líricamente augusto, antes, mucho antes de que Francia conociera por Sarrazín al bíblico autor de las Hojas de hierba” (José Martí).

O ver a un Casal sentado en el paseo frente a su casa de Prado, leyéndonos algún verso de esos poetas malditos que tanto amó. “(…) la poesía doliente y caprichosa que le vino de Francia con la rima excelsa, paró por ser en él la expresión natural del poco apego que artista tan delicado había de sentir por aquel país de sus entrañas, donde la conciencia oculta o confesa de la general humillación trae a todo el mundo como acorralado, o como con antifaz, sin gusto ni poder para la franqueza y las gracias del alma” (Julián del Casal).

Y así leerlos ―conversarles en privado para evocarles desde quienes somos; así hizo el Apóstol con Julián, o Darío con nuestro Martí― como si estuviéramos sentados en el cómodo sofá de la casa y les escucháramos. Leerles como un ejercicio de libertad, sin que nadie nos diga el modo de relacionarnos con ellos; quizás no sea su escritura la más fácil, pero sí la capaz de acompañarnos en momentos de la vida: en los difíciles, de angustia o incomprensión; y también en los de sueños y deseos.

 

 

Lo triste deviene coherente acto poético en historias marcadas por el destierro. En Martí desde esa vocación de sacrificio que fue rumbo y fin. “¡Padeció mucho Martí! (…), desbordante de amor y de patriótica locura, consagróse a seguir una triste estrella, la estrella solitaria de la Isla, estrella engañosa que llevó a ese desventurado rey mago a caer de pronto en la más negra muerte!” (José Martí).

En Casal ese desencanto lo acompañó por calles y poemas: “Murió, de su cuerpo endeble, o del pesar de vivir, con la fantasía elegante y enamorada, en un pueblo servil y deforme” (Julián del Casal).

Martí y Casal no nos pertenecen: “¡Oh, Cuba! eres muy bella, ciertamente, y hacen gloriosa obra los hijos tuyos que luchan porque te quieren libre; (…) mas la sangre de Martí no te pertenecía; pertenecía a toda una raza, a todo un continente; pertenecía a una briosa juventud que pierde en él quizá al primero de sus maestros; pertenecía al porvenir!” (José Martí).

A veces cierto egoísmo me hace sentirlos muy míos, solo míos, mas sé que son de todos, ¡del mundo! “Por toda nuestra América era Julián del Casal muy conocido y amado, y ya se oirán los elogios y las tristezas. Y es que en América está ya en flor la gente nueva, que pide peso a la prosa y condición al verso, y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura” (Julián del Casal).

Murieron los pobres poetas, líneas de vida que dicen no lo raro, sino el instante raro de la emoción noble… ¡lleguémoslos a conocer!

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