Les voy a ser franco: las más de 100 palabras que les aguardan van a tratar sobre la voluntad y el coraje. Valores vitales en el deporte para personas con discapacidad. Trazos de fe y audacia. Verbos y adjetivos narrados sin anestesia ni vergüenza nos llevarán hacia Enrique Cepeda, quien vio el correr y saltar como un desafío único y necesario.
Sobre él tal vez se haya escrito mucho; no obstante, el invencible y feroz velo del tiempo lo ha convertido en un anónimo con sed de sus nostalgias. Mientras busco en el coliseo de la Ciudad Deportiva un espacio donde no exista ese constante ruido que nos rodea, repaso el cuaderno mental de preguntas de la esperada conversación. Les adelanto, el hombre es el secreto que pretendo explorar. Ojalá sus vivencias otra vez merezcan un aplauso.
“La voluntad fue mi escudo para salir adelante en la vida. Soy de una zona pobre de Lawton. Vivir en un barrio marginal nunca resultó fácil. A pesar de eso jamás bajé los brazos, luché”, acentúa con un pausado y ligero tartamudeo. Son pasadas las once de la mañana de un viernes. Todavía sudoroso tras lo complicado que resulta alcanzar una guagua, según me comenta, toma asiento en una despintada y triste butaca de metal. La agradable brisa le regala un gesto de alivio. Buen síntoma para extender el diálogo.
“Tuve mucha suerte. Mi papá era chofer de carretera y mi mamá ama de casa. Su crianza segura, sin lástima ni subestimación, impidió que el complicado entorno me tragara”.
Un río de sudor se desborda por los profundos surcos de su frente. Lo neutraliza con su pañuelo y revela que a los 38 días de nacido sufrió unas fiebres y convulsiones que le afectaron el nervio óptico. “Comenzó como un estrabismo. Soporté la intervención quirúrgica, pero derivó en una visión degenerativa con callosidades.
“Fue un golpe brutal. Era y soy fanático del béisbol. Lo jugué. A los 11 años ese sueño se apagó. No veía la pelota. Los muchachos me decían bizco y otras barbaridades. ¿Yo?, mordía, tiraba piedras y peleaba. Era la forma de resistir”.
¿Qué hacer para labrarse una carrera en el deporte con esos problemas en la visión?, le pregunto. Se rasca la cabeza recién rapada y responde: “Amor y pasión. Son fundamentales. Luego, tener el empuje que necesita el ser humano para llegar a ser algo. La vida no es color de rosa. Existen trabas y las sufrí. Soporté burlas y discriminación.
“Decían: ¿qué hace ese impedido físico entrenando? Está perdiendo el tiempo”. Hace una pausa. Intenta disimular su malestar y prolonga: “Lo padecí por parte de técnicos. Incluso del equipo nacional de campo y pista. Jamás mencionaré nombres. Prefiero no herir. Recuerdo cuando uno expresó: ¿cómo no les dan ropa a los convencionales y a estos discapacitados sí? Le respondí, ¡porque aquí hay tantos campeones como en tu grupo!”, sentencia cerrando un capítulo lamentable.
“Siempre corrí bien”, insiste gesticulando como si revisitara su juventud. “Al no tener posibilidades en la pelota terminé en el atletismo. En el politécnico José Martí de Boyeros le ganaba a cualquiera. Rolando Tamayo me captó y en el Cerro Pelado junto a Sigfredo Bandera, Carlos Amador y Luis Alberto Bueno, entre otros, lograron hacerme un corredor rápido y un saltador de cuidado. Todo eso pese a mi discapacidad”, sonríe, y con ambos pulgares en alto agradece a los maestros que hoy no están.
El deporte: ¿mente y corazón?
Hay etapas nostálgicas. Tiempos ideales para hacer elogios al pasado y evidenciar lo necesario de mirar atrás y palpar quienes somos y de dónde venimos.
“Todos los lauros alcanzados en Parapanamericanos y Paralímpicos tienen gran significación. El del triple salto en Barcelona 92 es inolvidable. Nos habían hecho trampa en la zona de calentamiento de la lid del salto largo. Nunca hicieron cámara de llamada. La hicieron personal. Cuando reaccioné era tarde. En el triple dije aquí estoy. Rompí cuatro veces el récord de la justa.
“Otra presea importante fue la plata en el relevo 4×100 metros en Atenas 2004. Tenía 42 años y hacía poco tiempo había fallecido mi padre. Pude ganar una medalla en el triple salto, pero decidí priorizar la del relevo. Se impuso la solidaridad”.
Narrar tiempos memorables lo anima. ¡Cepedaaaaaa!, le grita con cariño una auxiliar de limpieza. Él encoge los hombros sorprendido. Devuelve el saludo. Se dibuja una sonrisa y continúa:
“A mí se me trató de comprar. Jamás olvidaré los Juegos Parapanamericanos de Mar del Plata 95. El padre de un atleta argentino se acercó con un cheque en blanco. ¡Pon ahí la suma que tú quieras, solo deseo que mi hijo entre delante de ti!, me dijo. ¿La respuesta? la di en la pista. Luego le aclaré que no existía dinero en el mundo capaz de comprarme”.
Animado por anécdotas imborrables se sumerge más en su historia. “La modalidad más complicada para mí fue el triple salto. Es muy coordinativa. La perfeccioné. Llegué a ser el primer hombre entre los atletas con discapacidad en sobrepasar los 15 metros”.
El diálogo fluye. De repente se palpa una dolorosa cicatriz que le dejó la guerra de la vida. “Tenía 42 años cuando llegó el retiro”. Inclina la cabeza. Cierra los ojos. Se toma unos segundos. Suspira fuerte y Dice: “El peso corporal podía controlarlo. No se confió en mí. Tenía para seguir. Pude pelear, aunque decidí no hacerlo. Me disgusté. Solo recibí apoyo del entrenador José Miguel Chang”.
La pasión impulsa al espíritu
Hay recuerdos que acarician como la brisa, cuando su presencia anida en el pecho.
“Cada triunfo lo disfruté con sencillez. Tocaba la medalla, escuchaba el himno y pensaba en Cuba, en la familia y en Fidel. Mi generación era muy unida. El dolor de uno era el del grupo. Hoy no es igual. Sí defienden la causa, pero deben hermanarse. Pensar menos en lo material y apoyarse en lo espiritual. Esto no solo sucede con los atletas con discapacidad, incluye a todos.
“El nivel de atención ha mejorado gracias a lo logrado. Eso contribuye a que el Inder continúe sensibilizándose con el deporte para personas con discapacidad. La afición nos aplaude. Más cuando alcanzamos resultados superiores a los atletas convencionales. No lo concibo así. Ellos son la vanguardia. Nosotros la retaguardia”.
Con ambos brazos cruzados sobre el pecho aclara una duda. “Asumimos el mismo entrenamiento de los convencionales, solo lo adaptamos a la discapacidad de cada cual”.
Hace casi 20 atrás vivió un día inolvidable. “Ha sido el orgullo más grande de mi vida”, afirma, y el brillo de su mirada pare una emoción intensa. “Ser uno de los 100 mejores deportistas del siglo XX en Cuba resultó inolvidable. Fue una selección del pueblo. Un alto honor. Representé al movimiento para personas con discapacidad.
La familia es clave para llegar lejos”, recalca. “Sin su apoyo, es complejo. Trabajo en el Departamento nacional para personas con discapacidad, del Inder. Gozamos de buena reserva atlética.
“Recibo el trato de una gloria deportiva, pero aun así hay etapas en las que percibo olvido. Priorizan a los que están y no a los que fueron. Para hablar del presente debemos referirnos al pasado”, subraya, en tanto su corpulencia se estremece y hace parecer frágil la silla que lo sostiene.
“Sigo soñando. Aspiro a ser doctor en Cultura Física. Haber nacido aquí es un orgullo”, certifica, luego se levanta y echa andar. Se gira con la misma rapidez de cuando corría y saltaba, y con su mano derecha, ancha y curtida, palpa cariñosamente la bandera cubana que ennoblece el pulóver rojo que viste.
“¡Cará, cierro los ojos y todavía compito por los míos!”, legitima cortejado por una emoción sincera. Me echo la mochila al hombro, sonrío y envuelto en admiración le respondo mentalmente: gracias Cepeda, tus palabras han destilado pasión. Tu testimonio dio voz a un puñado de imprescindibles del deporte. Esos a los que el invencible y feroz velo del tiempo convirtió en anónimos con sed de calmar sus nostalgias.