La sustancia espectral de estas historias las hace gravitar deseando tocarse, ya sea en un sueño o un plano diferente de la realidad: Aura (1962, novela corta del escritor mexicano Carlos Fuentes) y Ojos de perro azul (1950, cuento de la antología homónima publicada en 1974, del escritor colombiano Gabriel García Márquez).
[row][column size=»1/2″ center=»no» class=»»]En los muros de la ciudad algo estropeado, lo que el imposible pueda trenzar… un frío azul índigo se cuela en la piel. “Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita, suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes»”. Y el sueño de los protagonistas es ya una habitación tamizada por sombras, un hombre que nos relata su encuentro cada noche con la mujer que ama, una mujer de ojos de ceniza que incesante busca en la realidad a aquel hombre a través de esa frase identificadora…
Para quien lee cierta alquimia en la posibilidad de penetrar el sueño de ese encuentro (la sensación de estar soñando uno mismo), la sospecha de haber tocado algún accesorio allí, una luz tenue en las manos. “La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo (…) mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: «Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas»”.
Acariciar el aire donde esos personajes se mueven, vernos en el amago de querer hablarles, ayudarles… y sentir lo espectral que nos alcanza.
También Aura es espacio de lo fantasmagórico, así lo percibimos al atravesar el patio de la antigua casona, vemos apenas objetos, sombras que van definiendo lo enrarecido por lo intempestivo.
“La puerta cede al empuje levísimo, de tus dedos, y antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro, (…). Tratas, inútilmente de retener una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado. / Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar la oscuridad de ese callejón techado —patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las plantas, las raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso—. Buscas en vano una luz que te guíe”.
El narrador de Aura ―esa segunda persona que conduce― nos lleva junto al protagonista por pasillos oscuros, ya desde el propio jardín se presiente la anomalía, recurre en cada detalle de luz tímida que muestra una oscuridad permanente. No sabemos si es Felipe quien elige azarosamente ir o si ha sido movido hacia el no-tiempo surreal de la casa, donde la anciana Consuelo, que ha puesto el anuncio en el periódico, lo espera. Y estamos junto a Francisco Montero interesados por el trabajo del anuncio: organizar la papelería y reescribir las memorias del general Llorente a partir del pedido de la señora Consuelo, su viuda.
Si en el cuento garcíamarquiano vemos a la mujer deambulando por calles y diciendo Ojos de perro azul, al mozo del restaurante, al señor del estanquillo; escribirlo en la servilleta, en los cristales empañados de los hoteles, un delirio de cuatro palabras que es un grito de amor, no importa que otros no entiendan el signo, existe para ese hombre que ve en sueños y que al despertar no recuerda nada, quizás ¿para ti?
En la novela de Carlos Fuentes Aura ―su propio nombre indica ya la emanación, ligazón que sobrecoge― es quien aviva la ilusión y decide a Francisco a aceptar las condiciones para realizar la labor encomendada por la vieja, permanecer en aquella casa sombría, lejos de todo contacto con el mundo exterior; será la muchacha un conjuro endemoniado que desconocemos, lo será la anciana, fascinan…
“La joven inclinara la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedara el gesto. —Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras—. Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los fulgores de la recámara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a inflamarse como una ola (…)”.
El amor es leit motiv en ambos textos: un amor intenso, a lo que de poético abraza, a la persona cómplice, a la vida…
“«El corredor está lleno de sueños difíciles». Y yo le dije: «¿Cómo lo sabes?» Y ella me dijo: «Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón»” (Ojos de perro azul).
Pero es un amor que tiene el olor de los muertos, algo pútrido lo hace interesante, porque le vemos la raíz dulce que emergerá de la tierra sin abandonarla.
“—¿Me querrás siempre? /—Siempre, Aura, te amaré para siempre. /—¿Siempre? ¿Me lo juras? /—Te lo juro. /—¿Aunque envejezca? ¿Aunque pierda mi belleza? ¿Aunque tenga el pelo blanco? /—Siempre, mi amor, siempre. /—¿Aunque muera, Felipe? ¿Me amaras siempre, aunque muera? /—Siempre, siempre. Te lo juro. Nadie puede separarme de ti. /—Ven, Felipe, ven…” (Aura).
Seres hechos de una materia indescifrable “(…) la señora Consuelo que te sonríe, cabeceando, que te sonríe junto con Aura que mueve la cabeza al mismo tiempo que la vieja: las dos te sonríen, te agradecen. Recostado, sin voluntad, piensas que la vieja ha estado todo el tiempo en la recamara; recuerdas sus movimientos, su voz, su danza, por más que te digas que no ha estado allí”.
Tememos romper la ensoñación con el menor gesto, no se puede escapar al embrujo sin sentir que se ha perturbado eso que… de vida, de tiempo escapa…
Reflejos desiguales en Ojos de perro azul y Aura: en el amor, la muerte; en el horror, la vida; péndulo entre uno y otro sin contornos. Quienes aman en el sueño están condenados a vagar en la realidad sin rumbo; quienes emanan aliento vital desde la certeza del morir un poco cada instante, a vagar en el sueño en eterno retorno. Un frío azul índigo se nos cuela en la piel cual melodía, tempo para danzar entre espectros.