Continúan dentro de la edición 42 del Festival habanero los títulos que, desde las cinematografías más diversas, focalizan temas relacionados con el mundo obrero, aunque sin desmarcarse, en no pocas ocasiones, de los consabidos romances.
Planta permanente , coproducción entre Argentina y Uruguay, rubricada por el tucumano Ezequiel Raduski (quien la coescribió con Diego Lerman) es un drama laboral que, sin embargo, trasciende el mero enfrentamiento entre patrones y empleados para erigirse en una fábula que aterriza en lo ontológico.
Lily y Marcela trabajan como mozas de limpieza en una dependencia estatal, y ante lo precario de sus sueldos deciden crear un comedor obrero en un rincón abandonado del edificio, pero las urgencias económicas y con ellos la llegada de una nueva directora tan prometedora como demagógica, amenaza con arruinarlo, e incluso más: despidos, desequilibrio en todo el estado, sueños que se tornan pesadillas y transforman la cotidianidad en una lucha a brazo partido por la mera subsistencia.
Raduski maneja admirablemente un tono que oscila entre lo humorístico y lo grave, mediante un equilibrio difícil de sostener que, sin embargo, consigue de principio a fin, armando un contundente discurso que sin dejar de emplazar el desamparo del trabajador en el capitalismo, la ineficacia de los sindicatos ante la rapacidad e ineficacia de los funcionarios, se concentra sobre todo en el lado humano, resaltando los esfuerzos de la protagonista no solo por subsistir, sino por defender su sueño, y criticando sentimientos nocivos como los celos, la envidia y las rivalidades estériles.
Dentro de una puesta ágil y motivadora, con elementos muy bien trabajados dentro de ese híbrido entre comedia y thriller , descuellan el eficaz montaje y sobre todo las actuaciones, comenzando por Liliana Juárez (El moto arrebatador) siempre genial en esos papeles de mujer aparentemente débil que en realidad se “come el mundo”.
La coproducción entre Alemania y Francia Vale la palabra dicha sigue la manera en que se entrelazan los destinos de Barán, un gigoló kurdo y Marion, piloto alemana que lucha con un diagnóstico de cáncer mamario. Él sueña con un futuro europeo y cuando coinciden en las cortas vacaciones que ella y su amante pasan en una playa turca donde él trabaja, surge un enlace que de juego y matrimonio de conveniencia desembocará en sentimientos más profundos.
Ilker Çatak dirige este filme que mediante un ingenioso y agudo guión se introduce, tanto en las vidas privadas que se entrelazan como en el marco social que le sirve de marco; los secretos de estas fuertes individualidades, los choques culturales y sociales, la denuncia a los prejuicios étnicos, la xenofobia y las discriminaciones laborales que se esconden bajo la cuestionable “democracia” y el capitalismo en ese Primer Mundo tan desarrollado como excluyente, son rastreados con minuciosidad y rigor por la cámara de este laureado realizador que, pese a su breve carrera, ya acumula importantes reconocimientos a partir de su primer corto (Sadakat) en 2014 y su ópera prima (Es Ward einmal Indianerland).
Admira aquí la manera en que sortea el sentimentalismo para aterrizar en ese relato salpicado por un humor a veces rayano en el cinismo, que oculta sin embargo, una sólida caracterización de personajes y una encomiable profundidad a la hora de tratar las pasiones en juego y el examen minucioso de las sociedades que se enfrentan, en un trayecto donde la música, la fotografía y la dirección de arte son rubros destacados.
Como también lo son los desempeños maduros y convincentes de Anne Ratte polle (en primer término), Ogulcan Arman Uslu y el resto del elenco.
Entre dramas y comedias o apuestas intermedias, el festival habanero sigue su curso.