Vivir del cuento es para estos tiempos lo que en su momento de esplendor fue el teatro bufo. Comedia de enredos y situaciones bien afincadas en su contexto, conciencia crítica de la sociedad, oportunidad de desconectar de las urgencias del día a día…
Nadie ha descubierto el agua tibia: hay una grandísima tradición en la escena, el cine, la radio y la televisión de este país que se sostiene en el gracejo popular, el espíritu efervescente de los cubanos, en esa tan llevada y traída capacidad de reírse de los problemas (a veces, lamentablemente, sin resolverlos).
Han sido muchísimos los espacios, agrupaciones y artistas consagrados a ese arte. Pero si en el pasado abundaron los exponentes en los medios de comunicación, ahora pareciera que Vivir del cuento es heredero único en la Televisión Cubana.
Y el humor, en tiempos de crisis, es muy necesario: de eso se han escrito hasta tratados.
Es plausible que este colectivo haya decidido apoyarse en las nuevas tecnologías para garantizar otras entregas en esta contingencia. Los esquemas tradicionales de producción han sido sensiblemente afectados por el impacto del nuevo coronavirus. El aislamiento social y personal afecta las convocatorias. Varios programas han debido recesar, y algunos han buscado alternativas para mantenerse en la parrilla.
Obviamente, la calidad de muchos productos audiovisuales se ha resentido.
Pero Vivir del cuento tiene fortalezas que garantizan la dignidad de la propuesta. Primero: un formato perfectamente consolidado, de manera que los libretos se “deslizan” como sobre rieles en los esquemas establecidos: figuras y contrafiguras, conflictos latientes, relación directa con la actualidad más inmediata.
Segundo: personajes bien construidos, que encarnan tipos de probada eficacia en el género. Y sobre todo el protagonista, que deviene símbolo de un amplio sector de la población: los miles de ancianos que enfrentan con estoicismo y buena voluntad las dificultades diarias.
Y tercero: la relativa sencillez de la puesta, que prioriza la interpretación y las historias en un entramado funcional, sin grandes despliegues escenográficos.
Gracias a eso cada actor ha podido asumir su rol sin necesidad de coincidir con los demás en un set. Y el guion se afianza en las actuales circunstancias: el aislamiento social que impone la pandemia.
El abanico de situaciones conflictivas que genera el contexto es trigo más que suficiente. El ingenio de los escritores y el talento de los actores ponen sobre el tapete varios de los problemas y realizaciones de los cubanos, en un tono que va desde la farsa hasta la clásica comedia, con toques ciertamente dramáticos y mucho humor social.
Claro que hay historias que se concretan mejor, siempre es difícil mantener un estándar. Y habrá televidentes que no comulguen con la propuesta, para gustos (y sensibilidades) se han hecho los programas.
Pero hay que reconocer el empeño y el compromiso de un equipo de producción consciente de la importancia de su labor.
Vivir del cuento no se ha dejado arrastrar por cantos de sirena. El éxito no los ha hecho perder el rumbo. Ha insistido en una estructura dramática eficaz, la ha defendido en tiempos de apabullante globalización.
Por eso siguen estando en la preferencia del público, independientemente de los altibajos en la calidad y de la salida de personajes importantes. Respetan sus esencias.