El 6 de agosto de 1945 los militares japoneses, aunque no lo decían, se sabían en el bando de los perdedores de la Segunda Guerra Mundial. Ese día la isla de Hiroshima amaneció clara y calurosa. La tensa calma de sus 350 mil habitantes quedó rota cerca de las 8 de la mañana por una alarma de ataque aéreo. La indicación era correr con prisa hacia los refugios. Justo a las 8 y 15, una luz cegadora iluminó el cielo y el estruendo superó todo lo conocido. Era la primera bomba atómica usada contra humanos, denominada “Little boy” y que explotó a unos 600 metros sobre la ciudad.
La detonación generó, en menos de un segundo, una bola de fuego de 300 mil grados Celsius que se expandió 274 metros a la redonda. La onda expansiva alcanzó vientos de 800 km/h que arrasaron con todo en un radio de 16 km. La columna de humo y fuego, el famoso hongo nuclear, superó los 13 metros de altura. Contaron los sobrevivientes que el humo era entre gris y morado, con un olor peculiar que se pudo sentir a 60 km de lugar donde estalló el artefacto.
Tres días después, a las 11 y 02 minutos de la mañana, los habitantes de Nagasaki sufrieron una ataque similar, esta vez la bomba se llamaba “Fat man”.
Desde entonces cada 6 de agosto la humanidad queda sin aliento al recordar el desmedido e innecesario ataque que costó la vida, instantáneamente, a más de 140 mil personas en Hiroshima y más de 74 mil en Nagasaki, cifras que en las semanas y meses posteriores creció debido a la contaminación radiactiva. Estimaciones diversas hablan de un total de víctimas que ronda entre 120 mil y 220 mil seres humanos.
Con el uso de las bombas nucleares en ciudades que no eran objetivos militares se confirmó el despiadado concepto de “guerra total”: ningún civil está seguro y todas las ciudades pueden convertirse en blancos potenciales durante un conflicto bélico. Ni siquiera las urbes consideradas Patrimonio de la Humanidad o portadoras de culturas milenarias se han librado de saqueos y bombardeos, que si bien no han sido con armas nucleares, sí han ocasionado la muerte de numerosa población civil y la destrucción de infraestructuras totalmente civiles, tal sucedió en Kosovo, Kabul, Nínive, Palmira… por solo citar algunos ejemplos.
Hoy las ruinas de Hiroshima se han convertido en atracción turística. La Cúpula de la Bomba Atómica, o Genbaku Dōmu, se ha conservado tal como quedó e integra el Parque Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, construido en 1954 cerca del punto donde estalló “little boy”.
Más que una necesidad de la guerra, las bombas lanzadas por orden de Harry S. Truman, entonces presidente de los Estados Unidos, fueron una carta de advertencia de la potencia mundial.
No obstante, el alarde de poderío fue anulado cuatro años más tarde cuando la Unión Soviética dominó la tecnología nuclear. Se sumaron luego Reino Unido (1952), Francia (1960) y China (1964), naciones que formaron un selecto club y firmaron en 1968 el Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT, por sus siglas en inglés), con el cual pretendían preservar la exclusividad de la ventaja. Algunos de ellos, miembros de la OTAN, han llegado a emplazar armas nucleares más allá de sus fronteras. Hoy, por ejemplo, existen ojivas nucleares en Bélgica, Alemania, Italia, Holanda y Turquía.
Pero la competencia siguió. En 1974 India hizo su primer ensayo nuclear. Paquistán, vecino y eterno rival, probó con éxito en 1998. Corea del Norte escandalizó al mundo con su primera explosión en 2006. Desde la década de los ´60, Israel también domina los secretos de la fusión nuclear aunque nunca lo ha reconocido oficialmente.
Bielorrusia, Ucrania y Kazajistán hospedaron armas nucleares en sus territorios cuando integraban la URSS, pero tras la disolución de ese Estado (1991) las cedieron a la Federación Rusa.
El caso de Irán evidencia cómo se manejan las rivalidades y los conflictos de intereses en la escena mundial. La nación persa ha declarado su uso y la fabricación de uranio enriquecido para producir energía y otros usos pacíficos, pero presiones y sanciones diversas, sobre todo impulsadas por Estados Unidos e Israel, pretenden hacerla desistir, colocando el tema nuclear en el centro del diferendo entre esa nación y el resto del mundo.
También han dominado los secretos de la tecnología nuclear Sudáfrica, Canadá, Argentina, Brasil y Japón, pero sus gobiernos y ejércitos se han declarados reacios a emplearlas como armas.
El mundo no sobreviviría a una guerra mundial en la que se empleen armas atómicas, pero hay quienes sostienen que el equilibrio estratégico (acumulación y emplazamiento táctico de ojivas nucleares) es la única garantía de paz.
En la década de 1980, antes de la caída de la URSS, existían entre 54 mil y 61 mil bombas y misiles nucleares en todo el planeta (incluyendo unas 25 mil por superpotencia). Suficiente para destruir el mundo, varias veces. En la actualidad, se estima que el número de ojivas se ha reducido a unas 6 mil por potencia, de acuerdo con datos del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI).
Rusia y Estados Unidos firmaron, en la década de 1990, el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START I) y el START II. En 2010, el START III (o NEW START), todavía vigente. Y en 1996 gran parte del mundo formó parte del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (CTBT, por sus siglas en inglés), que no ha entrado en vigor pero generó compromisos disuasorios.
A pesar de la calma reinante durante años en torno a la carrera armamentista, varios expertos hablan hoy de indicios de una escalada belicista. El desarrollo alcanzado permite asegurar que la clave ya no está en el número de ojivas nucleares, sino en el poder de detonación, los medios de lanzamiento y la capacidad de supervivencia a un primer ataque.
Actualmente los ejércitos de Estados Unidos, Rusia, China e India disponen de la capacidad para lanzar armas nucleares por aire (bombas o misiles desde aviones), tierra (silos o lanzadores móviles de misiles balísticos) y mar (submarinos), lo cual les ofrece cierta supremacía en una batalla que, al final, sería letal para todos.