Sombras hienden la luz, moldean la sustancia poética de dos obras difíciles de clasificar, como todo lo genuino: Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont; y Jardín, de Dulce María Loynaz.
Caminamos a la luz de unas velas por las páginas de estos libros, y en el contraste entre lo que se vislumbra y no, se pierden las fronteras de lo permisible, las sombras empujan el límite en textos de aliento romántico, surreal, desde el margen (desde allí se mueven sus autores)… ¡hacia la libertad!
Son de distintos tiempos, también sus textos (algo de misterio los superpone cual palimpsesto, de algún modo somos eso, escritura sobre otra): Isidore Lucien Ducasse Conde de Lautréamont, poeta francés que nació en Uruguay en 1846; Dulce María Loynaz, La Habana 1902, Premio Nacional de literatura 1987, Premio Cervantes 1992.
En la segunda mitad del siglo XIX aparecen Los cantos…, en ellos Maldoror, guía ritual (personaje demoníaco que nos conmina a lo pérfido, esa es su razón de ser), es quien invoca lo satánico, “Mi poesía consistirá, solo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura”.
La fuerza de su canto nos arrastra y zozobramos ante lo perverso, demasiado el influjo: “Escuchadme, pues, y no os ruboricéis, inagotables caricaturas de lo bello que os tomáis en serio el risible rebuzno de vuestra alma, soberanamente despreciable, y que no comprendéis por qué el Todopoderoso, en un momento raro de excelente payasada (…) se concedió, cierto día, el mirífico placer de poblar un planeta con seres singulares y microscópicos, denominados humanos, (…)”.
En tanto en Jardín, que tiene su primera edición en la segunda mitad del XX, recorremos junto a Bárbara (es la historia de esta mujer en su jardín) un tiempo fuera del tiempo, que calma e intranquiliza, trepa cual enredadera, la fuerza de la metáfora es irreductible y algo cálidamente frío propone: “Su cuerpo, distendido por los extremos y delgadísimo, es aún el mismo cuerpo de la Niña; pero andan sombras por arriba, y ya la Niña sabe que las estrellas no son los ojos de los muertos que nos miran desde el cielo…/ Los muertos no tienen ojos; sus ojos se pudren en la tierra. La tierra como la tierra del jardín”.
Acercamos la vela a una foto u otra, a una carta, a un pedazo de vida que la memoria caprichosamente coloca en un presente raro (acaso todo presente lo sea): “Revolvió todas las cartas por el suelo. Entre ellas encontró un pedazo de vela cuya cera, amarilla por el tiempo, le pareció ligeramente perfumada. El pabilo negro y los goterones derretidos por el borde dejaban pensar en una llama prendida mucho tiempo de su punta”.
Para las dos obras el primer acercamiento de candil ocurre en la noche, la atmósfera les permite el misterio que nos llega en susurros de luz: “Y así de pronto, la luna empezó a temblar con un temblor cada vez más apresurado, más violento cada vez, y las sombras de las cosas giraban al revés y al derecho, y Bárbara se detuvo y miró a lo alto. La luna se desprendía; desgarraba las nubes y se precipitaba sobre la tierra dando volteretas por el espacio” (Jardín).
Lo poético, lo que de mítico contiene, se nos puede clavar bien profundo, allí donde sabemos que la existencia escapa, irremediablemente, algo de rabia se mezcla, entonces blasfemar puede ser una opción, se nos cuela por la garganta y un sentimiento de infinitud nos posee: “Al claro de la luna, cerca del mar, en los aislados lugares de la campiña, se ve, cuando uno está sumido en amargas reflexiones, que todas las cosas revisten formas amarillas, indecisas, fantásticas. La sombra de los árboles, rápida unas veces, lentas otras, corre, va y viene de distintas formas, aplanándose, pegándose a la tierra” (Los cantos de Maldoror).
Es justo en la sombra donde se tocan ambos escritores. Fuera de toda convención, o dentro de solo una: lo poético, como un punto de lo eterno, lo trascendente; como hecho contracultural, un hecho contracultural que puede unir sus dos épocas, la nuestra, muchas épocas; un acto de resistencia.
Lo simbólico arremete contra lo racional, toda ilógica es posible (también en nuestras vidas)…; y recuperamos, incluso mediante lo abominable (especialmente por eso), lo trágico o extraño, una esencia primera, una pasión de origen: Prometeo ha sido capaz de darnos el fuego (es cierto), pero no de apagarlo (o bajarle la llama) para el necesario contraste. ¿Qué somos a fin de cuentas? ¿Qué nos explica o conforma? Razón, fe, sentimientos, preceptos… hay demasiado por “ordenar” dentro de nosotros, quizás no alcance el tiempo, y sí la literatura.
El claroscuro define la emoción en estos libros ―y ¡la emoción es la que prima!―, poesía y narración lo conforman en cuerpo y alma, indisolubles. Hay belleza (luz) en un muerto (sombra) “Un gran amor, un extraño amor vive en todas estas cartas amarillas; ha quedado vivo en ellas cuando todo entró en la muerte” (Jardín)/ hay belleza (luz) en lo macabro e irracional (sombra) “Es bello como la retractilidad de las garras en las aves de rapiña; (…); o mejor, como esa ratonera perpetua, (…); y, sobre todo, como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección” (Los cantos de Maldoror).
Un conocimiento primordial se intuye en los pequeños resquicios que provocan las velas, orden en lenguaje para el caos al que quedamos expuestos en esas páginas que vamos iluminando, y es la penumbra la que da carácter, movimiento… el estremecimiento llega…
Libros oscuros, sin duda, Los cantos de Maldoror y Jardín; sombras que atraviesan el alma para que tenga sentido la luz.