Al rememorar las últimas semanas, a Elsa se le entrecorta la voz por unos segundos; pero las palabras y risas revoltosas de Marta, Isabel, Yaquelín, Margarita y Carmen se imponen nuevamente y estremecen la biblioteca del campamento Raúl Tamayo Sarmiento, perteneciente a la Empresa de Servicios a Trabajadores de la Construcción (Garbo).
Estas mujeres (dirigentes, pantristas, auxiliares generales, lavanderas) se han reunido allí para una entrevista periodística grupal, pero, de a poco, sus anécdotas difíciles van cobrando vida y el diálogo, satinado al final por sus sonrisas triunfantes, se convierte en una suerte de conjuro femenino contra los malos recuerdos de la Covid-19.
A través de sus voces es posible comprender a cabalidad en lo que se convirtió Garbo en medio de un Holguín amenazado por la pandemia: Pura osadía para cambiar rutinas empresariales y desplegar un sinfín de acciones de cara a sus clientes y a la comunidad, pero sobre todo, valentía suprema para acoger en sus predios una zona roja y volverse a ganar en ella, como de un golpe, cada una de sus cinco banderas de Vanguardia Nacional.
En el recuento, las anécdotas brotan como agua de manantial cuando se describe lo acontecido entre el 10 de abril y el 27 de mayo en el campamento Raúl Tamayo Sarmiento, que se convirtió en un centro de aislamiento. Acoger primero a contactos de casos confirmados y después a médicos que lidiaban con casos sospechosos en la tercera planta del Hospital Clínico Quirúrgico Lucía Íñiguez implicó girar en 180 grados las rutinas laborales.
Si bien en el campamento, a unos cinco kilómetros del casco histórico holguinero, había sobrada experiencia para atender a constructores albergados y, además, elaborar y enviar el alimento a todo el resto de las fuerzas constructivas que operan habitualmente en el municipio cabecera, la nueva responsabilidad demandó ingentes esfuerzos.
Marta Saad Sierra, designada en ese período excepcional como Jefa de Servicios, detalla que aunque los trabajadores no pernoctaron en la instalación, las jornadas iniciaron siempre a las tres de la mañana y se extendieron, como mínimo, hasta las 12 de la noche; los servicios de alimentación se multiplicaron y el desvelo fue denominador común entre el personal de la cocina, la limpieza, la carpeta y en cada nuevo frente que demandaba la situación.
Entre tantos días difíciles, pero sublimes, la pantrista Carmen Pérez Garcés recuerda particularmente aquel en el que calmar el llanto de un niño fue el acto más satisfactorio. “Un día, después de preparar varios alimentos, e acerqué a la zona roja y había un niño de dos años llorando, desesperadito. Me dio mucho dolor y los nervios me dieron por regresar a la cocina y coger helado y refresco y llevárselo. A lo mejor no estuvo bien hecho, pero soy mujer y madre…”, afirma.
Para todos, la experiencia trascendió el marco laboral. Marta explica que tuvo que acumular fuerzas para llegar a su casa y no detenerse ante los cariñosos reclamos de su nietecita de tres años. Carmen, por su parte, acudió a las videollamadas para hablar con su hija y sus nietos. Para Isabel Zaldívar la novedad personal estribó, sobre todo, en ser acogida con cariño por el colectivo al que se integró en medio de la pandemia.
Yaquelín Alonso Gómez, pantrista que fungió como lavandera, tenía miedo de contagiar a su madre, sin embargo, desempeñó su tarea con la seguridad que le daban los más diversos medios de protección gestionados, fundamentalmente, por Elsa Mulet, jefa de Control de Garbo, y entre los que podían contarse espejuelos contra impacto, botas de goma y hasta caretas antiguas…El grupo coincide en que los trabajadores en la zona roja parecían astronautas, pero todos estaban bien protegidos.
Pasada la tormenta, hay “episodios” que sacan risas. Por eso, no pueden evitarse las chanzas sanas hacia la auxiliar Margarita Hernández Guillén. Cuentan que cuando se enteró de la conformación del centro de aislamiento, el pánico inicial casi la hace renunciar al trabajo, pero después se repuso del susto y, con trapeador y escoba en mano, fue de las más abnegadas trabajadoras. Un poco más y deja “blanca” a la “zona roja”.
Se ha hablado bastante de las damas, pero los caballeros fueron invaluables. Pueden decirse maravillas del chofer Juan Manuel González, que a base de abnegadas madrugadas se ganó el apodo de El patriota. No puede opinarse menos de los cocineros; del carpetero Félix Caballero; de Julio César Batista, que asumió el control de los servicios en el campamento; del director adjunto Manuel Serrano, que insistió en trabajar aún desde su casa, cuando el reparto en donde vive quedó bajo cuarentena.
Las palabras tienen que ser precisas cuando describen a otro trabajador valeroso, a Yander Cruz Garrido, director general de Garbo durante los últimos 13 años y a cuya certera gestión empresarial se debe que la entidad sea admirada a nivel nacional.
La pasión y sentido de unidad que este hombre le ha inoculado a su colectivo, superior a los 400 trabajadores, son las principales razones por las cuales Garbo pudo continuar prestando servicio a más de dos mil constructores e incorporar a sus misiones la elaboración y venta de comida a la población; todo ello sin descuidar su participación en las inversiones del Polo Turístico de Holguín y la producción de alimentos que impulsa tanto en su finca, como en el organopónico, el centro porcino y la minindustria Armando Mestre.
Para él, todas las “respuestas” están en sus compañeros de batalla. “Nosotros hemos logrado ser una familia como empresa; cada cual mantiene su respeto y cumple con la tarea que le corresponde, según sus funciones, dice”.
Para su gente, sin embargo, él es siempre la “respuesta”. Las palabras de Carmen Pérez lo explican mejor: “Nuestro director general nunca nos dejó solos. Me acuerdo una tarde en la que estaba cayendo un agua terrible mientras envasábamos comida para enviar al hospital, y él llegó y se bajó del carro bajo aquella agua. Todo el mundo lo miró, pero él solo se incorporó a la cocina junto a nosotros”.
Elsa Mulet también intenta argumentar que Yander nunca los dejó solos, que su liderazgo es la razón de tanto compromiso laboral, pero es cuando la emoción le entrecorta la voz…y el silencio momentáneo dice más que mil palabras.