Entrevisté a Rosita Fornés en la década los noventa del pasado siglo. Realizaba la artista una gira por todo el país. Su público, como siempre, la siguió, aplaudió y veneró. Ella actuaría en el Teatro La Caridad, de Santa Clara.
Yo era muy joven, me iniciaba profesionalmente, no tenía conciencia en aquel momento de su trascendencia para la cultura cubana, aunque su obra me resultaba cercana porque su arte formaba parte del imaginario familiar: sus canciones y películas eran recurrentes en las conversaciones de mi abuela.
Eso sí, me cautivaba su elegancia, su clase exquisita en el escenario, su presencia física fascinante, su capacidad de impactar. Me entusiasmó la posibilidad de entrevistar a una leyenda. El diálogo no tendría grandes pretensiones; solo procuraba divulgar el espectáculo que presentaría en el coliseo de la ciudad del centro del país. Ello para mí, en aquel entonces, bastaba.
Sin querer competir con ella, pero sí para dar una buena impresión, me puse el mejor de mis juegos de chaquetas y blusas bordadas. La peluquera de Telecubanacán se esmeró en un peinado que nunca más he vuelto a lucir. Me maquilló con maestría. Llegué al Hotel Los Caneyes, donde se hospedaba y, para sorpresa mía, Rosita era una mujer extremadamente sencilla.
Se presentó impecable, bella, inmensa, pero natural. Recuerdo que traía un pantalón negro de ensayo, una blusa de hilo blanca bordada, pequeños aretes y collar discreto, muy contrario a la idea que me había hecho a partir de su imagen de lentejuelas y vuelos necesarios para sus personajes del teatro y el cabaret. Solo pidió un creyón. Después observé la magia telegénica, la fuerza impactante de esa mujer, esa confidencia entrañable que establecía con el lente. Se veía estupenda, y yo, a pesar de todo mi esfuerzo, era casi una caricatura de mí misma.
Aquella personalidad que parecía inalcanzable, en cambio fue afable, cordial, presta a dar la información. Demostró en esos minutos de conversación ser una mujer de refinada cubanía, cautivadora. Hablamos del repertorio, del elenco que la acompañaba, por quienes mostró respeto y admiración. Me invitó al espectáculo, asistí y junto a sus seguidores exclamé: “¡Bravo!”.
La recuerdo afable, agradable, generosa. Por eso he vuelto en estos días a cantar con ella, a bailar, a reír con sus actuaciones, a ponerme elegante para serle fiel a su imagen. Me he reverenciado ante su grandeza, sobre todo porque nunca he olvidado la lección de modestia e integridad que me dio, incluso, sin ella saberlo.