Una imagen provoca a dos hombres, el martirio de San Sebastián, hasta el punto en el que la literatura los hace copular (en dos inusuales novelas), ―aunque nunca se vieran: Yukio Mishima y Virgilio Piñera.
Orgía escritural, con el mártir el apareamiento…, ha sido el guardia romano torturado debido a su fe cristiana, quizás se trate del acto sexual de morir por lo que se cree. ¿Acaso todos practicamos ese martirologio?, iconografía recurrente desde miradas lascivas, ¿y por qué San Sebastián tendría ese influjo?
Es preciso mirarlo de frente (sin comedimiento o beatería): te paras ante a la imagen y ves un joven hermoso; no creo que me coquetee, no en particular a mí, si bien se percibe ese atrevimiento. El dolor solo lo intuyes por las flechas que lo atraviesan, mas no por su rostro tranquilo, o su cuerpo impoluto, bello; seduce, hay fuerza en sus brazos, en su abdomen; lo homoerótico por la posición de las manos, la cabeza, los pies; también lo radical, así va revelándose como signo sacro-pagano, polémico, raro.
Irreverencia, culto al cuerpo, homosexualidad, varias provocaciones para Mishima y Virgilio.
En Confesiones de una máscara (Mishima, 1948, novela autobiográfica) el protagonista Koo-chan, a la edad de 12 años, estando en casa abre un libro, y en sus páginas finales descubre una reproducción de San Sebastián de Guido Reni (¡de las más bellas!), “en el instante en que mi vista se posó en el cuadro, todo mi ser se estremeció de pagano goce. Se me levantó la sangre y se me hincharon las ingles como impulsadas por la ira”.
Koo-chan se masturba mientras contempla al santo martirizado. ¿Algo insano en ello? “Mis manos, de forma totalmente inconsciente, iniciaron unos movimientos que nadie les había enseñado. Sentí que algo secreto y radiante se elevaba, (…). De repente estalló y trajo consigo una cegadora embriaguez…”. Éxtasis en el acto/estético, comprensión de sí mismo.
Para René, en La carne de René (Piñera, 1952, que concibiera desde 1948, año en que se publicaba la novela de Mishima), la revelación llega igualmente en casa, en una especie de oficina del padre: “(…), sus ojos se posaron en un cuadro de grandes dimensiones, un óleo del Martirio de San Sebastián. (…). La pintura presentaba a un hermoso joven, (…) con la mirada perdida y una sonrisa enigmática”; Virgilio no recurrirá (como Mishima) a un pintor de la historia del arte, pero los detalles nos muestran una figura similar en cuanto a la belleza del santo, la ambivalencia.
No obstante, en La carne de René la obra plástica tiene variaciones significativas, es el propio San Sebastián quien se inflige dolor con las flechas, el efecto en quien lo mira es otro, «René se acercó más. En ese momento la luz de un reflector cayó sobre el cuadro, que hasta entonces había disfrutado de una ligera claridad. René retrocedió espantado, era su cara. Este San Sebastián era René». De tal modo la imagen llega casi como una violación. ¿Un signo puede ser así de atemorizante…?
Si en Confesiones de una máscara, Koo-chan te obliga a estar minuciosamente atento ―olores, sonidos, texturas―, y en esa amalgama de sensaciones (hipersensibilidad que traspasa) elige la simulación como camino de sobrevivencia (¿es posible otro dentro del sistema de convenciones en el que se mueve?); en Virgilio, el espacio psicológico, irracional (filosofía del absurdo), es árido, desprovisto de adjetivos, y René aunque quiere ser coherente consigo, queda sin opciones ante una Causa (la de la Carne) que “no es la suya”, pero que no podrá evadir.
En ambos, sin duda, San Sebastián entra como símbolo de transgresión, imposible que no se contamine, y se enrarezca. Hay algo fatídico en la ineludible asunción de este, lo trágico del “héroe” coherente con su condición; así, el martirio del santo es una predestinación que atrapa, y ese joven romano atravesado por flechas es ya otro motivo: nos coloca frente a lo inefable de la vida, mientras la imagen nos hace el amor…
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