Ho Chi Minh, “el que ilumina”, fue el pseudónimo de guerra adoptado por el líder vietnamita cuando encabezó la insurrección de su pueblo contra los colonialistas franceses. Apóstol, Maestro, Delegado y Presidente fueron los nombres con que los patriotas cubanos llamaron en vida a José Martí.
La casualidad histórica los unió en un 19 de mayo. El primero nació en 1890, el segundo cayó en combate en 1895. Pero no solo los vinculó esa coincidencia en fecha, sino el sentido de sus vidas, dedicadas a mostrarles a los suyos el camino de la libertad.
“(…) Entre Cuba y Vietnam hay tanta distancia que cuando uno duerme el otro está despierto”, —expresó Ho Chi Minh al recibir en 1966 una delegación cubana encabezada por el Comandante Raúl Castro Ruz, entonces ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Y agregó: “Antiguamente se decía del imperio inglés que el sol nunca se ponía para la bandera inglesa. Pero ahora hay que decir que el sol nunca se pone para la bandera de la Revolución. Es decir, que nuestros países geográficamente son antípodas, pero hay una identificación completa en lo moral”.
Esa afinidad estuvo muy presente en los dos líderes, y si bien Martí no pudo ser testigo de las luchas del país indochino en el siglo XX, sí expresó tempranamente su admiración hacia “los que viven de pescado y arroz y se visten de seda, allá lejos en Asia, por la orilla del mar, debajo de China”, como los describió para los lectores de La Edad de Oro, en su relato Un paseo por la tierra de los anamitas.
En ese hermoso texto los pone a hablar, en un momento dado, en primera persona, para resaltar su rebeldía: “Cuando los franceses nos han venido a quitar nuestro Hanói, nuestro Hue, nuestras ciudades de palacios de madera, nuestros puertos llenos de casas de bambú y de barcos de junco, nuestros almacenes de pescado y arroz, todavía, con estos ojos de almendra, hemos sabido morir, miles sobre miles, para cerrarles el camino. Ahora son nuestros amos; pero mañana ¡quién sabe!”.
Le correspondió a un humilde hijo de la lejana tierra asiática, Ho Chi Minh, encauzar esas ansias de su pueblo. “Nada hay más precioso que la independencia y la libertad”, aseveró.
En ese empeño ambos luchadores tuvieron también coincidencias: un liderazgo carismático, la fundación de partidos para encabezar la Revolución; no haber dudado en enfrentarse a tres imperios: el japonés, el francés y el yanqui, por parte de Ho Chi Minh, y por Martí, al español y al estadounidense; la aspiración de uno por conquistar la independencia de Indochina, y del otro la de su patria para unir a nuestra América y la creación de publicaciones para promoverla. Uno nació en un modesto hogar habanero, otro en una aldea campesina. A pesar de sus humildes orígenes, adquirieron una gran cultura y se convirtieron en intelectuales comprometidos, capaces de interpretar las realidades de sus países sometidos a la dominación colonial y de concebir fórmulas originales para su transformación. Así lo hizo Martí al modelar el futuro para nuestra América y Cuba, y Ho Chi Minh al adaptar a las condiciones concretas de Vietnam los principios del marxismo-leninismo.
Durante sus años de cárcel entre 1942 y 1943, Ho Chi Minh escribió una colección de poemas bajo el título de Diario de prisión, mientras que, como testimonio de su dura condena en las canteras de San Lázaro, el adolescente Martí escribió El presidio político en Cuba. La obra escrita y la poesía de ambos luchadores constituye hoy un tesoro de sus pueblos y de la humanidad y su ideario político los ha trascendido en el tiempo.
Los caracterizó también una existencia austera. Martí vestía con corrección, aunque muy modestamente, con ropas gastadas siempre, de negro, como símbolo de luto por la patria esclava. Sus zapatos eran casi siempre viejos, pero teñidos y lustrados por él mismo. Según sus contemporáneos, durante sus viajes por las emigraciones en Estados Unidos dormía en el hotel más cercano, donde le cogiera la noche o el sueño; tenía grandes conocimientos de gastronomía, mas solía comer poco y donde fuera más barato, y a veces iba a lugares a trabajar o a una tertulia sin haber ingerido un bocado para ahorrar dinero. Cuentan que siempre que solicitó una contribución monetaria, se comprometió a informar en qué y cómo fue empleada “porque estamos fundando una República honrada”.
En la imponente Nueva York, donde vivió la tercera parte de sus 42 años de existencia, así lo describió el historiador Pedro Pablo Rodríguez, “se solidarizó con la otra cara de la moneda neoyorquina: con los inmigrantes de faena ruda, con las obreras que salían hacia el trabajo en la fábrica en la fría madrugada; con el niño vendedor de diarios…”. Fue un neoyorquino de los de a pie.
Sin embargo, pudo descubrir la entraña corrupta y expansionista de una sociedad que para muchos parecía ser el emblema de la democracia y la prosperidad, y trabajó para preparar la gesta independentista cubana, “generosa y breve”, con la cual esperaba evitar a tiempo el peligro de que el naciente imperio se lanzara sobre nuestras tierras de América.
En Vietnam muchos pensaron que la lucha anticolonial era una quimera. “Un observador superficial, que asistía a los inicios de nuestra tropa de liberación — recordó Ho Chi Minh—, la calificaba de juego de niños o de invención de algunos utopistas que armados con algunillos fusiles y una decena de machetes, se atreven a llamarse fuerzas y a tomar la carga de liberación de la nación”.
Pero para sorpresa de los incrédulos, los patriotas vietnamitas, derrochando coraje como los bravos anamitas de que habló Martí, derrotaron al poderoso ejército colonial galo en la batalla de Dien Bien Phu. Ho Chi Minh disfrutó esa victoria y al proclamarse la República Democrática de Vietnam se convirtió en su presidente.
No quiso vivir en el majestuoso Palacio Presidencial de Hanói que había sido la residencia del gobernador francés, sino se instaló definitivamente en una pequeña estancia de madera erigida sobre pilotes y ubicada en el patio trasero del Palacio con vista a los estanques. Allí, con su sencillo atuendo y calzando sandalias recibía a los visitantes. Confesó en una ocasión que no tuvo tiempo para casarse y que los jóvenes vietnamitas eran sus nietos.
Vino la batalla por expulsar a las tropas estadounidenses, que costó millones de vidas vietnamitas, cientos de miles de mutilados, y la devastación casi total del país, y cuyo final exitoso no alcanzó a ver. No obstante, siempre confió en el triunfo frente al agresor: “Sean cuales sean las dificultades y penalidades, nuestro pueblo logrará la victoria total. Los imperialistas norteamericanos tendrán que irse de nuestro país. La patria será reunificada”. Así ocurrió, y el 2 de julio de 1976 fue proclamada la República Socialista de Vietnam, cuyo pueblo hizo realidad su sueño de construir “una Patria diez veces más hermosa”.
Los últimos días de Martí se pueden sintetizar en dos palabras que escribió al arribar a tierra cubana en Playita de Cajobabo, el 11 de abril de 1895: “Dicha grande”. Cuatro días después fue designado Mayor General del Ejército Libertador. Recibió el nombramiento con honda emoción y su proverbial modestia: “De un abrazo igualan mi pobre vida a la de sus diez años”.
Excepcionales hombres de su tiempo, el Maestro y el El Tío Ho, como lo llamaban en su patria, dejaron un legado de libertad, solidaridad, antimperialismo y de fe en el futuro, que sus pueblos han mantenido vivo. Perdurará si todos obran, como sentenció el Apóstol: “Haga cada uno su parte del deber y nada podrá vencernos”.
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