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Réquiem por el artista Héroe

En el aniversario 17 de la partida del extraordinario artífice José Delarra, cuyo nombre de inscripción era el de José Ramón de Lázaro Bencomo (San Antonio de los Baños, 26 de abril de 1938-La Habana, 2003) vale exaltar al maestro sencillo, ejemplar y amoroso, al Héroe del Trabajo  de la República de Cuba comprometido con la obra de la Revolución, a la que defendió y se entregó por entero desde su regreso de Europa, en julio de 1959.

José Delarra, Héroe del Trabajo de la República de Cuba

Uno de sus proyectos a favor de la causa rebelde en favor de la reivindicación de los obreros, campesinos y humildes, liderada por el eterno Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, fue la de incorporar el arte al nuevo programa cultural, para lo cual andaba de plaza en plaza, de barrio en barrio, por toda la capital, con su Exposición Móvil de la escultura revolucionaria. Por esa época también realizó numerosas exposiciones didácticas en escuelas, fábricas, parques… con el fin de llevar cultura  a aquellos que nunca tuvieron acceso al arte.

Como parte de tan noble idea esculpió más de sesenta cabezas o fotografías escultóricas del rostro de los pobladores de las comunidades  adonde llegaba, entre esos trabajos se hicieron populares la del ciego, la del violinista, y la del hombre que se sentaba en la esquina de la acera.

En esos periplos ejercía su oficio con sorprendente habilidad, para en menos de una hora, tanto en la calle o en algunos centros de trabajo que bien lo acogían, realizar sus esculturas a través de un proyecto que insertó dentro de la Campaña Nacional de Alfabetización.

Delarra se caracterizó siempre por su singular modestia. Creador de las más colosales y trascendentales esculturas existentes en Cuba y el mundo en memoria del más universal de los guerrilleros: el Comandante Ernesto Che Guevara, entre ellas el Complejo monumentario que proyectó y levantó en Santa Clara, con la colaboración de un gran equipo multidisciplinario.

Murió con la satisfacción de haberse realizado plenamente como hombre, como artista, como padre e hijo. Si bien no fue debidamente reconocido por los decisores de las instituciones culturales en su época, se regocijaba, ante todo, de haber podido hacer realidad su más anhelado sueño desde que apenas era un niño: ser artista, ser escultor. Y se hizo un gran artista, un artista de su pueblo, al que amó y le amó.

Esa relación afectiva con las gentes sencillas y humildes como él, parte de la premisa de que produjo toda su obra sabedor de que el verdadero arte es aquel mediante el cual el ser humano expresa ideas, emociones o, en general, una visión del mundo, esencialmente del mundo en que vive, de sus realidades y sueños.

Numeroso público se aglomeraba en los lugares donde emplazaba sus esculturas trabajadas casi al punto de la perfección de su ideario plástico —fuertemente conectado con el postimpresionismo—, piezas  que deslumbran por el dominio de las reglas de la estética aprehendidas de la academia, pero con un sello único, interpretativo y crítico, en el que incitaba la percepción del espectador mediante una bien pensada utilización de los planos y los volúmenes, las luces y las sombras.

En todas las provincias y municipios en los que laboró en la ejecución de sus proyectos escultóricos, el gran maestro compartía por igual con los más altos directivos que lo visitaban que con los trabajadores, los campesinos, los jóvenes. Y lo hacía con la simplicidad que siempre le caracterizó.

Muchas anécdotas existen de sus nexos con los pobladores de las comunidades donde trabajó en sus emplazamientos escultóricos. En Villa Clara, cada día, lo rodeaban decenas de personas. En una de esas fatigosas jornadas, mientras se izaba la estatua del Ché, el artífice subió solitario por un andamio y se colocó encima del pedestal de 16 metros. Desde allí comenzó a orientar al gruero mientras la mole de acero le venía encima. Muchos pensaron que el escultor iba a ser aplastado por su propia escultura. “¡Bájese maestro!”, gritaba la multitud de admiradores, mas él cerraba los oídos y abría más los ojos: «Si se cae, me caigo con ella, los artistas y los capitanes de barcos vivimos y morimos con nuestra obra».

En la construcción del Monumento de la Plaza de la Patria, en Bayamo, y en la de la Plaza de la Revolución de Holguín, el artífice igualmente dejó profundas huellas de afecto; muchos jóvenes que le acompañaron en ese y en otros proyectos a lo largo de toda la geografía nacional, recuerdan que en medio del ajetreo, del ir y venir de los constructores, “sobresalía aquel hombre de figura imantada, al que seguíamos con la veneración que despierta en los jóvenes un artista de su prestigio”.

Sería interminable la relación de conjuntos escultóricos y obras relevantes en pintura y escultura creados por Delarra en toda Cuba, rodeado de jóvenes campesinos, como los numerosos  emplazamientos dedicados a la trayectoria rebelde del Che, el primero de los cuales ejecutó en Güinía de Miranda, el primer pueblo tomado por el comandante insigne.

Delarra decía con orgullo: «Aunque he realizado más de 50 obras sobre el Che, para mí lo más importante será siempre tratar de ser fiel a su ejemplo. Fui contemporáneo suyo, respiré el mismo aire de su aventura trascendente y soñé con pelear junto a él. Siempre mis manos estarán listas para el mandato de la Revolución”, dijo el artífice mayor.

Por eso y otras muchas evidencias, algunos críticos y especialistas solo lo calificaron como un “cronista de la Revolución” o como “el escultor del Che”.

Lamentablemente, se ha ignorado que su obra escultórica, más que constituir una crónica de la Revolución Cubana, deviene plena realización artística. Basta con revisar los impresionantes servicios prestados por Delarra a la cultura cubana entre los años 1949 y 2003, como escultor, pintor, grabador y ceramista: 358 esculturas de pequeño formato en los más diversos materiales; 125 obras monumentales (20 de ellas emplazadas en México, Japón, Angola, España, Ecuador, Uruguay, y otros países); 1 460 pinturas al óleo, tinta o acrílico; 72 grabados y 58 obras en cerámica artística; además de impartir alrededor de un centenar de conferencias magistrales en prestigiosas universidades e institutos de varios países de Latinoamérica, Europa y Asia.

Entre 1950 y el 2001 Delarra modeló alrededor de 50 cabezas del natural; entre ellas: de sus padres y hermano (1950 y 1959); de la cantante francesa Danielle Dupré (1956); del pintor cubano Rosendo Gutiérrez (1957); del poeta Manuel Navarro Luna (1964); del intelectual Juan Marinello Vidaurreta (1963); del boxeador Teófilo Stevenson (1983); del pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín (1996); del poeta Jesús Orta Ruiz, Indio Naborí (1996); de Zaida del Río (2001), y otras destacadas personalidades de la cultura cubana.

En el plazo comprendido entre los años 1950 y 2003 emplazó un estimado de 150 obras escultóricas en sitios públicos: un mural bajo relieve (hormigón,15 metros cuadrados), en el antiguo Necrocomio de La Habana (1957) y Médicos Mártires de la Revolución (bronce, 1961) en el mismo lugar; bustos de Martí en provincias y en La Habana; Camilo Cienfuegos (busto de hormigón, 1963), en el parque del igual nombre en La Habana del Este; Rubén Martínez Villena (1962, busto de bronce) en la biblioteca de la Universidad de La Habana, Plaza Cadenas, y muchos más.

Sin embargo, el desempeño intelectual de este artista del bronce, la espuela y la cabalgadura, es prácticamente desconocido, para no decir ignorado, por quienes no apreciaron la evidente profundidad de sus discursos plásticos, en los que conjugó los valores históricos, sociales, culturales y artísticos en cada una de sus composiciones, como tampoco han sido reivindicadas sus horas de insomnio consagradas a la fundación del Taller de Litografía, actualmente dedicado a todas las especialidades del grabado bajo el nombre de Taller Experimental de Gráfica de La Habana, destacadísima labor que incluso no es observada en muchos de los estudios y escritos relacionados con ese centro.

Pienso que también tal vez fue “condenado” porque siempre se mostró desinteresado por las corrientes y los “ismos” postmodernistas.

Vale enfatizar que no puede definirse la obra de Delarra, en general, solamente trascendente por sus majestuosas esculturas diseminadas por casi toda la geografía nacional y en muchos países, labor que ha provocado que se le catalogue más como escultor, ejercicio que comenzó a practicar desde muy joven y que tras el triunfo de la Revolución acometió de manera extraordinaria al reflexionar en torno a una época en que el país estaba “huérfano de monumentos épicos… Ante nosotros teníamos la tarea inmensa y hermosa de comenzar la monumentaria cubana hecha por cubanos y, además, de formar a gentes jóvenes que iban surgiendo para que adquirieran todos los conocimientos que habíamos amasado durante tantos años en Cuba y en el exterior”, tal dijo en una ocasión.  .

También fue un excelente dibujante y pintor, cuyo quehacer no seguía el “estilo de”, ni establecía comprometedores contratos o servicios con galeristas o coleccionistas cuyos intereses estaban más signados por el comercio que por el arte puro; quizás, en ese aferrado entusiasmo por hacer prevalecer sus inquietudes estéticas, de forma libre y desprejuiciada, igualmente existe otra parte del precio moral que tuvo que pagar en vida, al ser prácticamente ignorada su producción plástica por el sistema de galerías institucionales y promotoras del arte contemporáneo de la isla.

Prácticamente aislado del convulso y a veces tendencioso “mundillo” del arte cubano después de los años 80 del pasado siglo, Delarra continuó su grandiosa y humanística obra pictórica, en la que a mediados de los años 90 se hicieron recurrentes las historias recreadas en gallos, caballos y mujeres, a través de pictografías que desprendían un auténtico sentido de nacionalidad, de identificación con su cultura y con su idiosincrasia caribeña. Sus creaciones, admirables no solamente por la gracia y la soltura de los trazos, por el ritmo encantador de sus figuraciones, hurgaban en individuos, cosas y acontecimientos de la historia de Cuba, de la sociedad y el hombre, haciendo hincapié o realzando asuntos a los que muchas veces no se les prestan atención, tales como la vigor y belleza de los gallos y los caballos, y su simbología en la formación de la nación y la cultura insular.

Sus trabajos pictóricos, como sus esculturas, son vigorosos estudios de luces, de texturas. Muchas de sus tintas sobre cartulina provocan éxtasis ante la magistral superposición de aguadas, transparencias, huellas; insinuaciones que por momentos hacen guiños al arte abstracto, pero evitándolo, para erigirse más bien en estudios del gesto, en proposiciones plásticas que atrapan y buscan dirigir el ojo, para establecer una forma de mirar, de entender, de disfrutar de su arte. Son dibujos, pinturas y grabados generalmente fluidos, y construidos mediante un discurso del que también emana una extraña musicalidad que armoniza nuestras sensaciones.

Igualmente trabajó la imagen de José Martí, el Héroe Nacional por el que profesaba una gran admiración y respeto. Tanto en España, en México como en Cuba, realizó diferentes trabajos escultóricos, de distintos tamaños, que recrean la efigie del Apóstol —más de 50 piezas.

Sin embargo, satisface saber que este buen hombre que jamás se interesó por cobrar sus obras inspiradas y dedicadas a la patria, a su pueblo, partió de este mundo con la enorme satisfacción y orgullo de haber logrado hacer de sus hijos personas cultas, profesionales y sencillas a las que le transmitió su nobleza, fidelidad y respeto, sobre todo hacia la Revolución cubana a la que tanto promovió en su obra. Flor de Paz, celosa difusora del legado de su padre, recuerda que al inaugurarse la última exposición del maestro, pocos días antes de morir, expresó: “Algún día haré una exposición con mis hijos y mi nieta. Y la titularemos Tres astillas del mismo palo”. Y aquel anhelo fue cumplido poco después de su fallecimiento.

Isis, su otra hija que siguió los caminos del arte emprendidos por su progenitor rememora al gran  maestro: “Viví sus sufrimientos y desvelos en cada uno de los proyectos monumentales que realizó, la pasión y dedicación al estudio que conllevan tales obras, desgastando su salud, a lo cual no daba importancia pues lo que él más quería era poder hacer su obra frente a cualquier adversidad”, dijo.

Por su parte Leo, el varón de sus retoños, también pintor y escultor, evocó que “desde que tuve uso de razón las primeras señales que me llegaron de mi papá fueron las de ser una persona muy comunicativa y trabajadora. Podía apreciar cómo llegaba a nosotros, sus tres hijos, de un modo muy instructivo y humano jugando con elementos de la cultura; como cuando en los cumpleaños nos hacía las piñatas con forma de personajes de la literatura, y una espada de madera que me hizo con textos del Quijote”.

Cecilia Cubillas, la madre de los tres, guarda en su memoria la figura de Delarra, de quien dijo que “era un lector insaciable y cuando se acercaba a nosotros nos transmitía esa emoción de forma profunda y sencilla. Si tuviera que definirlo en varias palabras diría que fue un hombre de gran voluntad, autoexigencia, orden, disciplina, de gran conciencia y visión de su tiempo y, por supuesto, dotado de un gran talento.

“Un rasgo muy marcado de su personalidad  —agregó— era su empeño por crear sin descanso. Decía desde entonces que iba a tratar de hacer su obra aunque no fuera reconocida, que ese era el sentido de su vida…. Fue un artista completo.

Así era, a simples rasgos, José Ramón de Lázaro Bencomo, Delarra, el amigable artífice que asumió como filosofía de vida una decisiva actitud: “trabajar, trabajar y trabajar cada día más, para bien del arte y del pueblo cubanos”, sin renunciar a su autodefinición de ser “el tipo equivocado, pues soy un político que se dedicó al arte”.

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