La segunda pregunta enviada por la Peña Deportiva puede generar nuevamente comentarios encontrados. Ofrecemos otra interpretación del tema desde lo cualitativo y no abusando de números o estadísticas, pues el fenómeno sigue siendo cultural, a partir del prisma con el que cada aficionado se apropie del béisbol y sus figuras, su hechos.
La pelota: una polémica interminable (I Parte)
Aquí la respuesta a la segunda pregunta: ¿Los peloteros de esta generación son peores que los de hace 20 años?
Otra vez tenemos que remontarnos a la historia para encontrar la respuesta más fiel, nunca conclusiva. La generación que jugó béisbol en los finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX fue creciendo de menos a más, y un factor importante en ello resultó la creación de la Liga Profesional Cubana de Béisbol (29 de diciembre de 1878) y, por supuesto, la situación económica y social del país.
Tomamos como referencia esa época porque antes de 1900 no puede hablarse en realidad de un sistema de competencia maduro o robusto, pues era incipiente la pelota en nuestra cultura deportiva, a partir de su introducción por los hermanos Nemesio y Ernesto Guilló Romaguera en una fecha que los historiadores calculan hacia 1864 y el posterior primer partido reseñado por la prensa de la época en el Palmar de Junco (27 diciembre de 1873).
Las primeras temporadas se caracterizaron por un fuerte empeño de sobrevivencia de los jugadores en medio de una crisis económica que se expresaba directamente en hambre y miseria. No se puede obviar la lucha independista en Cuba. Así lo han documentado y publicado varios investigadores cubanos, quienes también describieron varios pasajes de esa época.
Los partidos terminaban con una colecta pública —lo que en buen cubano se llama: «pasar el sombrero»—, y francamente eran ridículas las sumas que obtenían de ese modo. Dos, tres pesos por desafío para los mejores, los regulares de los equipos. En aquel entonces ese dinero era bastante para los más necesitados, aunque esos pleitos se celebraban una vez por semana y apenas les alcanzaba para comer.
Luego, el propio imán del béisbol en nuestra gente —varios historiadores han elaborado teorías de cómo y por qué sucedió—incrementó el número de practicantes y la posibilidad de comenzar a topar con el mejor béisbol del mundo entonces, la liga profesional de Estados Unidos. Varias giras de equipos cubanos por esa nación y la posibilidad de que nuestros mejores jugadores entraran en los terrenos y campeonatos norteños y de otros países de la región elevaron, sin duda, el nivel del béisbol.
Para el cierre de la década de los 50 del siglo pasado llegamos a contar con el equipo Los Reyes del Azúcar, que incluso ganó una pequeña serie mundial en La Habana con participación de equipos estadounidenses de notable calidad.
Aquella pelota, que comenzó jugándose más por el talento natural y las ganas de triunfar monetariamente que por brindar un espectáculo nacional o representar a Cuba como país en eventos internacionales, fue creciendo, cambiando y construyendo su propia escuela, respetable para América y el mundo, con títulos regionales, continentales y mundiales.
Sin restar méritos a los que pudieron hacerlo, pasaron mucho trabajo para lograrlo y la discriminación racial fue evidente y fortísima hasta en nuestra propios clásicos. Sin embargo, predominaba la ilusión de que el béisbol ganaría auge y calidad mientras más esfuerzo y entrega dieran sobre el terreno.
Y así sucedió. Llegó la Revolución, se rompieron las relaciones con Estados Unidos y se eliminó la pelota profesional para dar paso a las series nacionales que conocemos hoy. Y es cierto que hubo escepticismo hasta en los dirigentes de esa época sobre si podría pegar o no ese evento en la gente. Nombres de equipos nuevos, renovación en el sistema competitivo y un compromiso con el espectáculo resultaron los aspectos más significativos del cambio.
Aquellas temporadas prendieron como una llama eterna y sucedieron dentro de ellas momentos de más intensidad y por supuesto, de menos. Quizás la pasión de la propia obra revolucionaria se trasladó al béisbol con ribetes impresionantes y llevó a algunos a llamar esa etapa como la del «alma en el terreno», término movilizador de no pocas discrepancias.
Esa generación jugó con muchas limitaciones, en condiciones de alojamiento y hasta de vida bien diferentes a las actuales, pero eso no los hizo superiores. Dialéctica pura indica que si hoy se jugara con esos obstáculos el progreso humano estaría muy lejos de ser posible.
Lo más impresionante no era que lloraban o dejaban de merendar cuando perdía, ni que trabajaban y jugaban al mismo tiempo o que dormían en las gradas de los estadios, la mayoría construidos tras el Triunfo de la Revolución. Lo que hizo inmortal esa historia de las Series Nacionales —y hasta las posteriores Series Selectivas — fue la valentía por asumir una pelota diferente y enraizarla mucho más a la cultura misma de la nacionalidad cubana.
No podemos olvidar que muchos de esos peloteros, poquísimos años después pasaron a ser directores de equipos, y aprendieron con el diarismo y su experiencia a liderar los destinos de ese deporte en la Isla. José Miguel Pineda, Pedro Chávez, Jorge Trigoura y Rodolfo Puentes son algunos nombres que rápidamente vienen a la mente para ilustrar esta idea.
Es cierto que desde la mitad de la década de los 90 del pasado siglo los estadios llegaron a estar desiertos y comenzó una fuga lenta de peloteros aspirando a jugar en las Grandes Ligas. Pero no pueden verse esos dos fenómenos y otros que surgieron como un fenómeno aislado del béisbol, sino como un reflejo de lo que vivía nuestra sociedad: crisis económica (período especial) y pérdida de algunos valores. No obstante, en esas condiciones se jugó buena pelota, fuimos campeones olímpicos y no cedimos en torneos internacionales, excepto en la Copa intercontinental de Barcelona 1997, y más tarde, en los Juegos Olímpicos de Sídney 2000.
Ahora bien, las generaciones de peloteros de los últimos 20-25 años también han jugado con «el alma en el terreno», aunque viajen en guaguas climatizadas, duerman en hoteles y tengan licencia deportiva casi todo el año. Para entender esto basta recordar los play off Holguín-Sancti Spíritus del 2002; el renacer del equipo Las Tunas hasta llegar a coronarse en el 2019; las varias obstinaciones de Pinar del Río en la elite cada vez que Urquiola tomara la brújula del barco.
También la tozudez de los avileños para levantar un tricampeonato, guiados por un Roger Machado que exprimió como nadie a su tropa; el renacer triple de Industriales con un Rey Anglada que demostró la importancia de confiar siempre en la juventud; el ímpetu de Víctor Mesa con su bisoña selección de Villa Clara primero y luego con seis podios en Matanzas; los dos cetros de Granma a partir de una columna vertebral casi perfecta. Y sobran hechos para comentar en los últimos 20 años.
Sobre si jugamos o no con los mejores peloteros del mundo es también otro asunto bien polémico. Nuestros peloteros son tan buenos como los que tuvimos en el pasado, con la única diferencia del papel desempeñado por cada uno en los diferentes contextos y la posibilidad de mostrarlos frente a los considerados mejores peloteros del mundo. La cantidad de jugadores cubanos en Grandes Ligas es un termómetro nada despreciable.
Imaginemos qué dirán los peloteros de hoy, Cepeda, Despaigne, Alarcón, Blanco, Arruebaruena, entre otros, dentro de 50 años: «Nosotros sí jugamos con el alma en el terreno, ahora es más cómodo jugar béisbol porque…..». Y ese ciclo de retórica podrá eternizarse en el tiempo si cualquier análisis se saca del contexto nacional e internacional en que nace, crece y se desarrolla.
A los jugadores que no están en Cuba, pero sobre todo a los que resistieron — y siguen resistiendo—, las propuestas más tentadores y no han abandonado Cuba por resortes personales que no caben en cheques bancarios, les asiste el orgullo de decir que son los mejores del mundo por una sola razón: nacieron en el único lugar donde el béisbol no es un deporte, es parte inseparable y reparadora de la cultura.