Encontradas opiniones existen entre los historiadores en relación con la posibilidad o no de continuar la guerra en 1878 por quienes, en el Zanjón, pactaron con España la rendición sin independencia ni abolición de la esclavitud. El mayor general Antonio Maceo Grajales y las tropas bajo su mando se levantaron indignados ante tal hecho y proclamaron su decisión de continuar la lucha.
El enemigo a la ofensiva
El período 1873-1875 resultó el más fructífero para el Ejército Libertador de Cuba, el cual pudo, incluso, cumplir el viejo anhelo de invadir occidente y desarrollar importantes operaciones en la región de Cinco Villas (Las Villas). A ello contribuyó el hecho de que España, enfrascada en las Guerras Carlistas, se vio impedida de volcar en Cuba hombres y recursos que les eran necesarios para solucionar su situación interna.
Una vez lograda su estabilidad política, la Península volvió nuevamente su ojos a la Isla, hacia donde envió a Arsenio Martínez de Campos, uno de los generales más destacados en el conflicto que acababa de salvar, invistiéndolo de todos los poderes y recursos necesarios para que pudiera cumplir cabalmente la misión de apaciguarla.
Este oficial, que anteriormente había operado sin mucho éxito contra los libertadores cubanos, estaba consciente de que solo lograría su objetivo mediante la aplicación de una nueva política, la cual, a la postre, le rindió los resultados esperados. Por esa razón, al arribar a La Habana, en noviembre de 1876, solicitó y obtuvo autorización para que Jovellar prosiguiera en el cargo de Capitán General y situarse él al frente de las operaciones de la guerra.
Una nueva política
La nueva política de Martínez de Campos comprendió medidas políticas y militares cuidadosamente elaboradas.
Entre las primeras, además de su exclusiva dedicación a la cuestión bélica, procedió a destituir a las autoridades civiles y militares de dudosa reputación; sus pender el fusilamiento de los prisioneros de guerra; autorizar la salida al exterior de los patriotas prisioneros o presentados; devolver la mayoría de los bienes embargados a los revolucionarios; conceder la libertad a los esclavos incorporados al Ejército Libertador; suprimir los destierros y brindar atención médica a los libertadores heridos en combate, e incluso sepultar a los fallecidos.
En lo referente a lo militar, adoptó un plan de campaña que, a partir de las medidas políticas, le permitiera la ocupación efectiva y simultánea del terreno y desarticular las acciones militares de los cubanos, entre otros objetivos que posibilitaran elevar la disciplina y moral de sus unidades.
Apoyó esa concepción con la dedicación única de las tropas de línea a la actividad bélica, lo cual le permitió fortalecer el mando, aumentar la movilidad, disminuir la intensidad de las marchas, y facilitar los abastecimientos.
Situación en las filas revolucionarias
La política emprendida por Martínez de Campos no tardó mucho en hacer efecto entre los miembros del Ejército Libertador, entre quienes, desde un principio, las discrepancias, el regionalismo y el caudillismo habían provocado una marcada desunión.
Desde la salida del mayor general Máximo Gómez Báez, en los meses finales de 1876, en La Villas se perdieron la táctica y la iniciativa estratégica de la revolución. La situación en ese territorio se hacía cada vez más difícil debido a la escasez de alimentos y la proliferación de epidemias y enfermedades, a las cuales se sumaba la actividad de más de 30 mil efectivos enemigos, con el consiguiente incremento de deserciones y presentaciones de miembros del Ejército Libertador, arrastrados por el cansancio de largos años de lucha, las contradicciones existentes en sus filas y la política hábilmente conducida por el jefe adversario.
Camagüey, sede del Gobierno de la República de Cuba en Armas, se caracterizaba por una situación de inestabilidad generada por la falta de autoridad de la Cámara y el Ejecutivo en hechos tan significativos como la sedición de Lagunas de Varona y la destitución de Gómez en el mando de Las Villas.
Esa realidad, y la inactividad guerrera predominante en el territorio desde 1875, cuando el grueso de las tropas españolas destacadas en él fueron trasladadas hacia Las Villas para enfrentar al contingente invasor, sembraron el descontento entre los combatientes.
El colofón de tantos males fue la sedición de Santa Rita, la cual provocó deserciones e insubordinaciones que frustraron el plan de Gómez de intensificar la guerra en Las Villas Occidentales, para obligar al adversario a cambiar sus planes en momentos en que había logrado irrumpir en Camagüey.
En Oriente, adonde los primeros efectivos enviados por Martínez de Campos llegaron a fines de abril de 1877, salvo la Primera División, en la cual se puso de manifiesto una situación que conllevó sediciones, insubordinaciones y rendición; la Segunda, con excepción de algunas tropas del occidente de Holguín, se mantuvo ajena a tales males, debido a que sus jefes, oficiales y soldados habían sido educados por su jefe, el mayor general Antonio Maceo, en los principios de lealtad, disciplina y acatamiento a las leyes, los ideales revolucionarios y el mando superior.
Opuesto a cualquier manifestación que afectara los intereses de la revolución, al conocer lo que acontecía en las filas libertadoras Maceo se dispuso a elevar el estado político-moral en Oriente mediante un plan de campaña que propiciara el retorno de los desertores.
Sus largos meses de convalecencia a causa de las múltiples heridas recibidas en Mangos de Mejías, en agosto de 1877, conspiraron contra ese empeño, pero en enero del siguiente año, totalmente restablecido, emprendió operaciones en las que obtuvo importantes victorias, entre ellas las de Juan Mulato y San Ulpiano, la última de ellas ocurrida en momentos en que el Comité del Centro daba los pasos finales para firmar con el jefe enemigo la deshonrosa capitulación del Zanjón, el 10 de febrero de 1878.
Al conocer el bochornoso suceso, acontecido cuando, como él mismo expresara, sus hombres combatían con más entusiasmo, Maceo señaló que Martínez de Campos había recurrido a ello porque sabía que jamás podría vencer a los cubanos mediante las armas. Decidido a continuar la guerra, así se lo expresó al jefe español en entrevista sostenida con este el 15 de marzo, cuando escenificó su histórica Protesta de Baragúa.
Actitud similar asumió el coronel Ramón Leocadio Bonachea, quien se mantuvo sobre las armas en la región central, y solo las depuso el 15 de abril de 1879 cuando escenificó la Protesta de Jarao, también conocida como de Hornos de Cal, mediante la cual afirmó que solo abandonaba la lucha momentáneamente.
Con la Protesta de Baraguá, considerada por José Martí como uno de los hechos más gloriosos de nuestra Historia, Maceo y sus hombres, estrechamente identificados en las ansias de independencia y abolición de la esclavitud, demostraron la importancia de la unidad para el fortalecimiento de los ideales revolucionarios.
El rotundo “No nos entendemos” con que Maceo concertaba con el jefe enemigo la continuación de la lucha, representa para los cubanos inviolable divisa en la defensa de los principios que animan su incesante bregar en la edificación de la patria nueva.