Cuando en Cuba ocurre un hecho violento, más allá incluso de las manipulaciones mediáticas con perversas intenciones políticas, la gente se preocupa y reacciona con la sensibilidad que caracteriza como norma a nuestra población.
Y resulta lógico, pues si algo atesoramos como una de las principales conquistas sociales, es la seguridad ciudadana de que disfrutamos, a pesar de los tantos y tan crueles intentos de echarla por tierra por parte de los enemigos externos y algunos cómplices que desde dentro los secundan en ese innoble propósito.
Pero más allá de la ocurrencia o no de un suceso concreto, llama la atención cierta tendencia creciente y muy perniciosa, a cada vez más acudir a la violencia, ya sea verbal o física, para enfrentar contradicciones y problemas de la vida cotidiana.
Reaccionar con ira ante cualquier contrariedad es el primer paso para resbalar por la pendiente de la agresividad y el uso de la fuerza.
Con demasiada frecuencia vemos algunos individuos en la calle u otros espacios públicos que parecerían estar a la espera del menor contratiempo o diferencia personal con alguien, para acudir a la violencia.
Podríamos pensar que este es un fenómeno que guarda relación con determinadas edades y temperamentos, con la cultura o grado de instrucción y la procedencia social, u otras circunstancias bien específicas; sin embargo, estas y otras muchas condicionantes son solo variables que pueden influir, aunque no siempre son las únicas ni las más determinantes.
Los valores humanos de las personas definen en última instancia la forma en que nos comportamos o reaccionamos ante acontecimientos que pueden conllevar a una salida violenta.
También hay condicionamientos históricos y culturales vinculados a temas como la masculinidad hegemónica, por ejemplo, que impactan de forma negativa en los patrones de conducta de los hombres. Un grave error de concepto llevaría a muchos varones a reaccionar de modo brusco y hasta violento frente a obstáculos o diferencias que siempre podrían superarse de una forma más constructiva y efectiva.
Lamentablemente, tampoco el género es una cuestión definitoria o excluyente en esta lacerante realidad, y también es posible hallar mujeres que dirimen sus divergencias con agresiones muy feas e improperios de pésimo gusto, en funestas demostraciones de una mal pretendida fortaleza.
Porque es que la violencia no es para nada sinónimo de fuerza o de alguna habilidad especial. Al contrario. Muestra particular debilidad quien no halla otra forma de relacionarse con sus semejantes que no sea mediante el ejercicio de la fuerza bruta y excesiva.
La contención de la violencia es en primer lugar un asunto individual, educativo y de decencia pública. No podemos conformarnos con responsabilizar solo a las autoridades o a otros actores sociales por separado.
Las familias, el sistema educativo, las organizaciones de masas y políticas, las instituciones culturales y deportivas, todo el entramado cívico tiene que articular un mensaje suficientemente disuasorio, mediante una combinación de persuasión y exigencia, que corte en su raíz cualquier manifestación de violencia.
El primer requisito para conseguirlo ya lo tenemos hace mucho tiempo. Es esa preocupación y sensibilidad que nuestra gente muestra, como decíamos al inicio, cada vez que en nuestro país ocurre un hecho violento. Hay que convertir tal inquietud en una norma permanente de actuación, y demostrar cada día que las personas que poseen verdadera fortaleza son aquellas que no caen en esa terrible debilidad que es la violencia.