Cuando faltaban 30 días para los 29 años exactos del suceso, volvió a hervir la sangre. Era la misma escena en el estadio Cándido González, con idénticos protagonistas enfrentados y un desenlace que traía matices de pasado y presente, de nostalgia y rupturas, para el cual se había convocado a periodistas de antemano, en función de escribir no la clásica crónica roja de un crimen, sino las más sentidas líneas de un triunfo beisbolero, conquistado por el equipo más rojo de la pelota cubana: Matanzas.
El 19 de febrero de 1991, el héroe de la última victoria ante un Camagüey (por entonces no tenía de mascota al Toro que conocemos hoy), fue el zurdo Carlos Mesa. El 18 de enero del 2020 otro lanzador, el derecho Noelvis Entenza, imitó la hazaña con un pitcheo preciso y tranquilo, para el que solo necesitó un apoyo de Jonder Martínez en los últimos ocho outs, y jonrones inspiradores de César Prieto y Erisbel Arruebaruena.
Los iniciadores de esa pasión en la tierra preferida de los Cocodrilos fueron esos Henequeneros que lograron en 1970 el primer título del territorio antes del doblón dorado de 1990-1991. En tanto Citricultores lo hizo en 1977 y 1984, cuando el corazón atravesado por una pelota de 108 costuras competía con el cumplimiento de la zafra azucarera. Y una salvaba la otra y viceversa.
Junto a los más jóvenes estaban ahora Armando Ferrer y Lázaro Junco, testigos sin copia de lo vivido hace 29 años como coach de primera y jardinero, respectivamente. Ellos se fundieron primero que nadie en un abrazo, y luego saltaron, saludaron, hablaron, lloraron y gritaron con una selección que rozó el podio siete años consecutivos (del 2012 al 2018) con dos platas y cinco bronces, hasta caer en el indeseable sótano en la pasada Serie Nacional.
Jamás en Cuba, en ningún deporte, el brinco de una temporada a otra había sido del 16 al 1. ¡Jamás, ni el mismísimo Sotomayor, lleno de récords, pudo hacerlo! Ahí radica una de las cimas admirables de este trono.
Y mientras organizaban las premiaciones, no pocos veteranos de esta generación: Yurisbel Gracial, Yoanni Yera, Yasiel Santoya, Eduardo Blanco y Jefferson Delgado, por solo citar algunos nombres, comenzaron a recordar los artífices de este oro de bolas y strikes , cual conversación de amigos eternos.
Entre ellos, por supuesto, no faltó Víctor Mesa y su mítico 32, con locura, disciplina y rigor incluidos desde que tomó las riendas en el 2012. Otro Víctor, de apellido Figueroa, fue mencionado, pues muchos le deben la forma física en los últimos ocho años. El legendario Gerardo «Sile» Junco y sus consejos de cómo se hace un campeón apuntalaron con igual fuerza en las memorias.
Sin embargo, el cronista sabía que faltaba un personaje en todo ese recuento y dedicatorias: las decenas de fieles anónimos que cuando los yumurinos no ganaban ni al más discreto de los elencos, se fugaban de la escuela o el trabajo para verlos jugar en un casi desierto estadio Victoria de Girón, que entonces sí tenía luces y pizarras al 100 %, pero entre sus actores faltaba alma, deseos y ganas de tocar la historia y hacerla suya.
Por eso cuando Entenza lloraba de felicidad sin esconder la preocupación por su tía enferma (le dio una isquemia); y Gracial enseñó la fisura en su dedo más pequeño de la mano derecha, no para justificar su rendimiento, sino como muestra de amor a una causa, el periodista no pudo hacer otra cosa que agradecer la oportunidad de contar ambos episodios, cual narrador objetivo de un momento único para Matanzas, ciudad neoclásica y de puentes tan impresionantes como sus peloteros.
Cuando faltaban 30 días para los 29 años exactos del suceso, volvió a hervir la sangre. Entonces la crónica hubiera sido amarilla porque así vestían sus trajes esos míticos Henequeneros. Esta empezó, seguirá y terminará roja, al menos por una semana y hasta que un nuevo monarca destiña o rompa la felicidad inmensa sobre la que se arrastran hoy estos orgullosos yumurinos y todo su pueblo.