Durante las primeras semanas de cada año es frecuente que entidades y organizaciones realicen análisis sobre el cumplimiento de sus planes y objetivos de trabajo del periodo anterior, y los propósitos para los siguientes doce meses.
Estos procesos que solemos denominar balances pueden resultar significativos para el desempeño individual y colectivo, o completamente intranscendentes y formales, en dependencia de la forma en que se conciban y realicen.
Nadie duda de la importancia que tiene la discusión colegiada de lo ya acontecido, para extraer lecciones y afinar propósitos; el problema surge cuando los citados balances, en lugar de un medio para el perfeccionamiento de nuestra labor, pasan a ser un fin, el objetivo primordial de sus organizadores.
En esta práctica ocurren un sinnúmero de variantes. Están muchas veces las reuniones que pretenden hacer una relatoría de cada detalle mediante informes extensos y farragosos de sus administraciones u órganos de dirección, en detrimento de la concreción y calidad del debate. Y en el otro extremo, hay presentaciones muy sintéticas o superficiales, que no abarcan los aspectos esenciales, y donde no queda claro el propósito fundamental del análisis.
Porque como en cualquier otra reunión, es clave para un balance tener claro cuáles son los objetivos a lograr con su realización, qué dificultades resulta posible esclarecer con la participación de las partes responsables, cuál es el clima a conseguir entre sus participantes.
Esto no tiene nada que ver con otras deformaciones a veces presentes, como es la tendencia entonces a querer planificar cada bocadillo, cada intervención, y decirle con anticipación a determinadas personas lo que deben decir o en cuál momento, muchas veces bajo la premisa de que en el balance habrá representantes de los niveles superiores de dirección, y por tanto hay que ofrecer determinada impresión, y no otra.
Si malos son estos balances que más parecen una escenificación, una puesta en escena con un guion preestablecido que una verdadera y franca discusión, tampoco son mejores aquellos donde predomina la excesiva espontaneidad, casi el caos, sin orden ni concierto, en la exposición acrítica de asuntos inconexos, que incluso pudieran resultar intrascendentes o poco determinantes para la actividad específica que realiza el colectivo.
La conducción de este tipo de reuniones, por supuesto, es primordial. Una persona que realice una buena moderación, que dosifique los tiempos y el uso de la palabra, que introduzca con elegancia los puntos candentes, redondee las ideas centrales e hilvane razonablemente el diálogo entre las partes, resulta una garantía para su buen desenvolvimiento. No obstante, no se debe olvidar que quienes integran la presidencia o mesa directiva no son los protagonistas del balance, y a quienes hay que dar más la palabra y escuchar preferentemente es a sus restantes participantes.
De lo contrario, puede que tengamos el balance, ya sea más breve y entretenido, o más extenso y monótono; pero no consigamos lo principal: la implicación de la gente en la solución de los problemas y con las tareas a acometer en lo adelante.
Dediquémosle, entonces, la necesaria atención a los preparativos de este tipo de reunión, para encauzar el debate, no para imponer opiniones; para buscar consensos y llegar acuerdos, no para exhibir logros o hacer tiro al blanco con la crítica que no supimos realizar en el momento oportuno. Es tiempo, en fin, de balance; no como una meta que cumplir, sino como una vía para continuar.