Euxiquio Menéndez Sánchez tenía alrededor de seis años cuando, en los días finales de diciembre de 1958, se presentaba constantemente en la cueva de La Rinconada, entre Baire y Jiguaní, donde el Comandante en Jefe Fidel Castro había establecido su puesto de mando.
El desenfado y la espontaneidad del pequeño era tal que llegó a convertirse en una suerte de mascota y Celia Sánchez Manduley mandó a confeccionarle un uniforme verde olivo, con grados de comandante, y un brazalete. Pero el segundo de ellos no se lo ponía y al preguntarle ella la razón, le respondió: «porque si me ve la avioneta, me tira».
Poco después del triunfo de la Revolución, Fidel y Celia lo trasladaron a La Habana para que estudiara. Se iniciaba así un programa que concentró en la capital a cientos de niños y adolescentes impedidos de hacerlo hasta entonces en sus respectivos lugares de origen, donde la desidia de los gobernantes los mantuvo a casi todos en infamante olvido. Unos fueron concentrados en una escuela de la localidad de Cojímar, y un pequeño grupo habitó junto a Celia, de forma permanente o temporal, en su casa de El Vedado.
Ondina, hermana de Euxiquio, recuerda que a este le siguieron, días más tarde, otros dos de sus hermanos: Jesús y Luis. Ella lo hizo tiempo después, en 1961, con 15 años, por motivos de enfermedad, y una vez solucionado el problema Celia le preguntó si quería quedarse estudiando: «Le dije que sí y viví en su casa durante 17 años, hasta que me casé.
“Fue una verdadera madre. A pesar de su intenso trabajo y grandes responsabilidades en la dirección de la Revolución, se mantenía al tanto de todos nosotros: nos preguntaba cómo nos iba, qué problemas teníamos…».
Teresa Lamorú Preval contaba con ocho años de edad cuando en 1966 llegó a la casa de Celia, junto con su hermano Fidel, procedentes de Las Camariocas, lugar más conocido como Quemado del Negro, en territorio de Moa, invitada por el Comandante en Jefe durante un recorrido por aquel territorio.
«Acepté, pero le dije que quería que mi hermano Fidel, un año mayor, también lo hiciera. Al día siguiente me recogió en casa de mi tío y con un escolta me envió a mi casa a ultimar los detalles y a buscar mis cosas y a mi hermano.
“En un par de horas nos reunimos con él y al llegar a La Habana fuimos directamente para la casa de Celia, donde siempre nos mantuvimos».
Ramón Fuentes Febles estaba próximo a cumplir diez años cuando se incorporó al grupo, en enero de 1961, procedente del Escambray: «Una noche en que Fidel dirigía un cerco contra las bandas de alzados en la zona de Manicaragua, se apareció en mi casa y estableció en ella su puesto de mando. Me hizo infinidad de preguntas, entre ellas si quería ir para La Habana. Le dije que me dejara pedirle permiso a mis padres, ante lo cual comentó que así debía ser.” Señala que Celia no solo estaba al tanto de la situación de ellos en los estudios, sino también en lo relacionado con los amores.
«Exigía que nuestras cosas estuvieran bien dobladas, las camas bien tendidas, la limpieza… Con respecto a las comidas, no admitía malcriadeces y teníamos que comer lo que hubiera; tampoco permitía problemas entre nosotros, a lo cual contribuía su hablar bajito, pausado, porque cuando levantaba un poquito la voz o llamaba la atención, nos tranquilizábamos.
«Esto le consumía mucho tiempo, continuamente, lo mismo en el horario de comida que durante una llamada telefónica. Incluso, cuando junto con otros altos dirigentes se ocupaba de asuntos importantes del Estado, en sesiones por lo general nocturnas, hacía un alto y preguntaba cómo nos había ido —si regresábamos de la beca o la unidad—, o cómo andaba tal o más cual asunto».
Teresa considera que su carisma y dulzura los hacía «ser cumplidores, infatigables, esforzarnos para quedar bien nosotros y hacerla quedar bien a ella», y asegura no recordar que «alguno de nosotros llegara a tener problemas graves de disciplina ni académicos. Indicaba que ante hechos de ese tipo se nos quitara el pase. Siempre mandaba a alguien a las reuniones de padres.
«Nos conocía al detalle. Sabía lo que gustaba a cada uno y cuando le caía algo a mano se lo entregaba. Su buen gusto lo reflejaba también en nosotros, pues cuando íbamos a salir siempre nos decía si lo que nos habíamos puesto nos quedaba bien o si nos habíamos pintado mucho. No ponía reparos a nuestras salidas, fuera a donde fuera; pero no le gustaba que nos quedáramos fuera de la casa. Nos dio todo tipo de confianza y a nuestro regreso nos pedía que le contáramos todo lo sucedido, lo cual hacíamos sin ocultarle nada».
Luis Menéndez Sánchez, quien se incorporó en marzo de 1959, con ocho años de edad, precisó: «Se sentía orgullosa cuando uno cumplía estrictamente con su deber sin ella decírselo. No imponía nada, daba completa libertad de elección; pero una vez hecha había que cumplir, pues no toleraba la blandenguería ni el cambia cambia. Quien no fuera capaz de ser honesto y, sobre todo, cumplir con la Revolución y lo legal, fuera quien fuera, lo dejaba a un lado».
El recuerdo de Celia, de su infinito amor maternal se mantiene vivo en estos seres que a su abrigo se criaron como hermanos y se quieren como tales. La remembranza no fue para nada triste; primó en ella la alegría, el inmenso cariño y la satisfacción de haber tenido el privilegio de convivir durante muchos años con «la flor más autóctona de la Revolución».