Mucho se hablará en estos primeros meses del año sobre planes y presupuestos, a partir de las discusiones que sostendrán todos los colectivos laborales del país, en función de cumplir con los propósitos económicos de este 2020.
Al respecto se ha insistido en que el plan es lo mínimo a alcanzar, y se ha exhortado a los colectivos laborales a discutir todas las potencialidades todavía latentes, para cumplir y hasta sobrepasarlo, si ello fuera posible.
La planificación como concepto es, para no pocos teóricos, uno de los rasgos más distintivos —sino el más representativo— del socialismo como sistema. En nuestro país la manera de hacerlo ha transitado por diversas etapas y métodos, y ni siquiera en los momentos más difíciles y de mayor incertidumbre en el comportamiento de la economía se ha dejado de hacer.
Para este año, sin que haya total satisfacción con los resultados, los planes se concibieron de un modo diferente, sin los enmarcamientos “desde arriba” que en cierto modo desmovilizaban a sus principales hacedores en la base.
Es cierto que prever todas las circunstancias que pueden presentarse en cualquier ejercicio económico no es tarea fácil, y que en la medida que aumenta la complejidad de cada proyección, ya sea desde un modesto pronóstico al nivel de una familia, o la gran estrategia para toda una industria, se necesitan más conocimientos y maestría para la elaboración de cualquier plan.
Pero tal vez los principales problemas que tenemos con este tipo de previsión no sean tanto los imprevistos, como lo que se proyecta con demasiada holgura, o en el extremo opuesto, con exceso de idealismo o de voluntarismo.
La dirección del país ha llamado a ser cada vez más exigentes con el cumplimiento de planes y presupuestos, para poner en orden nuestra economía. Ello incluye desde su elaboración hasta su chequeo y control sistemáticos, lo cual pasa también por establecer metas realistas, pero tensas, que sean concebidas, entendidas y compartidas, en primer lugar, por quienes deben materializarlas.
Podría parecer difícil planificar en las condiciones de un país como el nuestro, pequeño, sin grandes recursos naturales y bajo los efectos del despiadado bloqueo económico y comercial que nos impone el Gobierno de los Estados Unidos, ahora arreciado con la demencial persecución de la Administración Trump.
Pero tal vez por esas mismas condiciones es que se hace más necesario ceñirnos a las posibilidades reales que tenemos. Quien tiene mucho posiblemente requiera planificar menos que quien tiene poco. Aunque en la práctica el mayor éxito y, por tanto, el mayor desarrollo y prosperidad, lo consiguen aquellas personas, empresas, organismos, sectores o naciones que son capaces de adelantarse con mayor exactitud en el tiempo a lo que requerirán para incrementar su patrimonio y garantizar el cumplimiento de sus propósitos, cualquiera que sea la naturaleza de estos.
Debemos profundizar muy seriamente en la razón de los incumplimientos de nuestros planes cuando estos se produzcan. Establecer cuando estos aparentes errores de cálculo responden a esos imponderables verdaderos, o solo esconden una mala gestión, análisis superficiales, falta de exigencia, deficiencias en la coordinación u otros motivos que pudieron evitarse. No planificar bien, o no cumplir lo previsto cuando no haya razones que lo justifiquen, debe tener una repercusión directa en los responsables. Y, sobre todo, existe la convicción de que el mejor plan es aquel que logra involucrar en su confección y ejecución a la mayor cantidad de personas. Una amplia participación resulta, por tanto, un aspecto clave. Si planificar nos parece a la inmensa mayoría una decisión razonable, involucrar a la ciudadanía en su cumplimiento, se torna, pues, imprescindible.