Desde el ascenso de Donald Trump a la presidencia el magnate ha mantenido al mundo en un clima irracional de tensión, inseguridad y amenaza de una conflagración internacional de impredecibles consecuencias, que hoy, por su causa, se preludia en los ataques de respuesta de Hezbolá a bases militares estadounidenses en Irak.
La escalada de actos terroristas y provocaciones de su Administración contra la República Islámica de Irán con que inició el año 2020, ha acrecentado ese peligro tras los asesinatos en Bagdad, Irak, del hoy mártir iraní general Qassem Soleimani, líder de la resistencia antisionista y comandante de las fuerzas especiales de la Guardia de la Revolución Islámica Quds, y del jefe de Fuerzas de Movilización Popular, Abu Mahdi al-Muhandes.
El magnicidio, que falsa e infructuosamente pretendió fundamentar Trump con acusaciones contra Soleimani por apoyar a las fuerzas terroristas en Irak, recibió de inmediato un amplio repudio de la comunidad internacional y la enérgica respuesta del líder supremo de la Revolución Islámica Ayatollah Alí Jamenei, que condenó el vil asesinato y prometió vengarse de Estados Unidos.
La realidad de estos criminales atentados tiene sus raíces en el aniquilamiento y expulsión de los territorios iraquíes y sirios —con la ayuda de Rusia, Irán y el Hezbolá libanés— de los reductos del ejército y bandas terroristas del autoproclamado Estado Islámico, así como de sus seguidores, organizados y apertrechados en armas y dinero por Estados Unidos, Israel y Estados árabes del Golfo Pérsico.
Pero el verdadero empeño estadounidense-sionista es cambiar la estructura política, socioeconómica y cultural del Oriente Medio. Para ello cuentan con el apoyo de los halcones del Pentágono, y la mayoría republicana del Senado. Sueñan con controlar los grandes yacimientos y reservas de petróleo de la zona en aras de beneficiar a sus empresas capitalistas transnacionales con la producción y comercialización del hidrocarburo y sus derivados.
Si EE. UU. no ha podido materializar estos ambiciosos planes se debe a la férrea resistencia de los pueblos y Gobiernos de Siria, Irán, Yemen, Líbano y Palestina; a la radical y solidaria oposición de Rusia y China; así como a la aversión de la Unión Europea y del resto del mundo a un nuevo y devastador conflicto universal.
El presidente y el equipo de sus asesores en la Casa Blanca conforman un grupo de exitosos empresarios de ultraderecha que llegaron a sus cargos sin un expediente político nacional o internacional que avalara tan alto desempeño, entre ellos prima la improvisación, irreflexión, prepotencia, soberbia y falta de percepción del riesgo a que se enfrenta el mundo ante sus desacertadas decisiones belicistas.
No han entendido cómo dirigir a una nación y practicar una política internacional justa, equitativa, de paz y respeto a las normas del Derecho Internacional, a la Carta Fundacional de la Organización de Naciones Unidas. Esgrimen amenazas del uso de misiles nucleares, como si ese destructor poderío y avanzado armamento tecnológico no integrara, también, el patrimonio de otras potencias.
El actual Gobierno de Washington hace oídos sordos a grandes sectores de su población, organizaciones políticas y sociales, así como a respetadas voces de la Cámara de Representantes y de la comunidad internacional para evitar una guerra que tendría como resultado una incalculable pérdida de vidas de ciudadanos estadounidenses.
Y esa es la disyuntiva del presidente Trump, exponer o no a su gente a la muerte. Quizás sea la única que pueda contener sus paranoicas ideas imperialistas de regir los destinos del mundo, a fin de cuentas, como ha declarado Irán, la nación persa tiene al alcance de sus misiles no menos de “35 objetivos norteamericanos”.