Columna festivalera III

Columna festivalera III

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Varias películas dentro de las proyecciones no competitivas de la 41 edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano insisten en los temas paterno-filiales y de la familia en general; dos de ellas con no pocos valores son La hija de un ladrón (Muestra española) y la china Hasta siempre, hijo mío (Panorama Contemporáneo Internacional).

En la primera, ópera prima de una mujer, Belén Funes —de nuevo, el festival se hace eco de esta saludable tendencia actual en el cine de todas partes— se emplaza la soledad que aun en las etapas tempranas de la vida resulta golpeante; Sara, madre soltera aunque recibe apoyo del padre de su pequeño hijo, busca empleo en una Barcelona donde el paro cunde, a pesar de lo cual encuentra algunos que le permiten no solo mantener precariamente a ambos, sino intentar vencer en la reclama de custodia por un hermanito discapacitado, a quien desea alejar de un padre recién salido de la cárcel que ella considera un verdadero obstáculo.

La tirantez en las relaciones de la protagonista con los otros personajes significa la brújula dramática de una historia contada a la manera documental, mediante una cámara fría, seca que, más que mediante el hilo diegético va “punteando” la historia, o ausencia real de esta, a través de chispazos y detalles que transmiten las dificultades de todo tipo por las que atraviesa la joven. Ello incide positivamente en el diseño de un ambiente sórdido, hostil, aspecto que no impide que deba reprochársele al filme cierta dilación innecesaria de planos y escenas completas que, en la búsqueda de una mayor densidad narrativa y concentración en el sujeto, solo debilitan un tanto el vigor del discurso que, no obstante, puede seguirse con interés hasta el final, con ese desenlace abrupto que redunda en la indefensión, impotencia y definitiva soledad de la mujer, admirablemente defendida a propósito por Greta Fernández, quien por primera vez trabaja junto a su padre también en la vida real, el veterano Eduard Fernández.

Respecto al filme de República de China, es también una indagación en la soledad, pero esta vez en etapas maduras de la vida, cuando el matrimonio de Yaoyun y Liyun sufre la pérdida de un hijo y el rechazo de otro que adopta, en medio de una gran ciudad a la que marcharon desde su pequeño pueblo, que tal vez los acoja de nuevo como única solución.

De nuevo, un marco opresivo, una urbe brutal, aplasta la vida de seres indefensos que luchan en vano contra los imponderables de sus vidas y destinos; da lo mismo si es Barcelona o Pekín, el asfalto parece aliarse contra las desgracias de sus antihéroes antiheroínas. El texto cinematográfico rubricado por Wang Xiashuai, aunque perfectamente legible en su literalidad, también invita a una lectura alegórica donde la micro y la macro historia(s) se entrecruzan y complementan, con un país abocado en sus últimas cuatro décadas —las que abarca el relato— al desarrollismo feroz e indetenible que implica también abismales diferencias sociales y peligrosos radicalismos (la política del “hijo único” en los 80, las racionalizaciones laborales en varios momentos de ese lapso…), a los que el filme no deja de aludir mediante su narración acronológica y caleidoscópica que acusa, por demás, una minuciosa edición, dentro de un largo trayecto fílmico admirable, al que quizá habría que señalar cierta redundancia en las escenas finales (como si el director no se decidiera a colocar la palabra fin).

Para destacar, además, la pareja protagónica (Yong Mei y Wan Jiu-chun) que recibió el Oso de lata en la más reciente Berlinale, donde compitió el filme.

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