Por Julio G. Hun Longchong, estudiante de peridismo
Es sábado 28 de septiembre y hay calma tensa en el Teatro Martí. Todo está en su sitio, en espera. ¿Luces? Apagadas las del escenario, encendidas las del público. ¿Telones? Abajo. ¿Tramoyistas, productores artísticos, luminotécnicos, sonidistas? Revolotean como abejas, mudos cuando la palabra no es imprescindible, pendientes de cada mínimo detalle. El público llena la sala de rumor. Y en medio de esa tranquilidad tempestuosa, existe un pequeño universo de dos: Frank Fernández y el piano.
Esta noche hay fiesta triple: el Teatro Martí cumple cinco años de restaurado, mientras que Frank Fernández celebra 60 años de carrera artística y 75 de vida. Es también la primera vez que el músico toca en este escenario. La sala oscurece, suenan dos campanadas —grabadas, es el siglo XXI en un teatro del XIX— y una voz en off bilingüe reclama apagar los móviles y abstenerse de videos y fotos, aún en tiempos de redes sociales.
Comienza el concierto. Frank Fernández sale a escena. El público lo saluda con aplausos. El Maestro se sienta y habla.
Quiere comenzar la noche con un homenaje a la Trova Tradicional. Comenta que en la segunda mitad del XIX, el gran compositor y pianista Franz Liszt realizó transcripciones de Schubert, de Schumann y Brahms, y creó obras sobre ellas sin perder su esencia. El realizó otras tres, pero a ese grandísimo compositor cubano que es Sindo Garay.
“De lo culto a lo popular, nunca de lo popular a lo culto” es la ley no escrita pero aceptada de facto por los músicos del país. Pero Frank Fernández es un hereje al piano e invierte la cita. Comienza la velada rindiéndole tributo a nuestra canción tradicional, a La Tarde, a Mujer Bayamesa, a Perla Marina. Sindo antes que Beethoven. Santiago de Cuba antes de Viena. Cuba antes que Austria.
Frank Fernández toca y se entrega. Posee la fuerza de un huracán. Tiene el pulso de un cirujano y el empuje de un herrero. Verlo da la impresión de que los superhombres existen; oírlo es retar a la misma definición de lo sublime.
Cuando arranca al piano las más exquisitas notas, para el Maestro no existe nada más allá que la música y su instrumento. Recorre los sonidos de la Isla a través del propio Sindo Garay y de Ignacio Cervantes, considerado entre los padres de la música cubana. Luego, traslada a su público a las románticas ciudades de la Europa decimonónica para luego devolverlo a la agreste Tierra Brava.
El poeta del teclado —como lo llamaron en Praga— se confiesa celoso de la sonoridad de las cuerdas. Interpreta también temas propios, acompañado por la Orquesta Esemble de Solistas de La Habana, lamentándose entonces que “se le acabaron los compositores importantes”.
Dan las nueve de la noche y los aplausos del público impiden que llegue a la sala el sonido del cañonazo. El concierto ha llegado a su fin. Los músicos, exhaustos, hacen una reverencia antes de que cierre el telón.
Tras bambalinas, muchos amigos se agolpan para felicitar al pianista. Conversa con todos y se fotografía con quien se lo pida. Ya es tarde, hora de irse. Antes de marcharse, da una última mirada al piano.