Por Juan Nelson Vento Acosta, de Pinar del Río.
La naturaleza nos dota de las herramientas necesarias para enfrentar la vida. Órganos, sangre, músculos y mucho más que después podemos convertir en destreza y fuerza.
La inteligencia que agreguemos junto a los entrenadores puede resultar suficiente para con empeño alcanzar niveles superiores y así lograr un medidor para diferenciar a un deportista de otro.
A pesar de que se asegura casi como un eslogan que la naturaleza es sabia, en ocasiones se equivoca y da al traste con los objetivos que se traza el hombre. Un gen mal situado en el genoma humano o una enfermedad no prevista pueden resultar valladares difíciles de vencer.
Apenas debutaba en la docencia cuando conocí y compartí el claustro de la escuela con el profesor-entrenador, el mantuano Oscar López. Nunca supe el origen de la malformación que lo golpeaba en el pie derecho; unos centímetros más cortos que su igual izquierdo. Quizás fue la poliomielitis u otra enfermedad. Tal vez un accidente que lo obligaba a caminar como si fuera a realizar una parada en la punta de los pies como El lago de los cisnes, pero con maestría lograba llevar el botín a lo horizontal, apoyarlo en el suelo y continuar caminando.
Nunca lo escuché quejarse en el albergue, aunque consumía cerca de treinta minutos para con ungüento, vendas elásticas y algodón poder acomodar dentro del botín la parte del pie deformado.
Después de la comida algunos disfrutábamos de la televisión, pero Oscarito regresaba al dormitorio y comenzaba a soplar una trompeta buscando una sinfonía, aunque solo escuchábamos pa-ra-pa-ra y la disfrutaba como si estuviera tocando con Chicago en el Square Garden.
Cuando se acercaba a jugar tenis de mesa resultaba difícil derrotarlo y apenas sin moverse alargaba el brazo a una distancia increíble, en tanto los estudiantes se acercaban y disfrutaban del espectáculo.
Cuando jugaba voleibol, desde su altura de seis pies descargaba toda su fuerza contra el balón con una manaza zurda que hacía temblar el cemento.
Debajo de las tablas de baloncesto parecía un pulpo en busca del balón. Otras veces “palomeaba” para tirar desde afuera.
Entrenaba los equipos de béisbol de la escuela. Corregía cada defecto a los jugadores. “Si el lanzador es rápido, sitúense detrás del plato; si van a tocar, sitúense por delante; la cabeza no se mueve”. Así iba aconsejando a cada uno, pero cuando no estaba conforme tomaba el bate y disparaba líneas hacia todas las bandas del terreno recordando los tiempos cuando jugaba pelota con Mantua.
Con un grupo de esos estudiantes obtuvo el primer lugar provincial en un torneo al que llamaban Inter-Pre, que por obra y gracia de alguien poco inteligente desapareció.
En esa misma época entrenó y dirigió a los Juveniles de Mantua que aspiraban al primer lugar, el cual perdieron cuando el joven Juan de Dios León les recetó catorce ponches.
Participó en varias competencias nacionales programadas por la ACLIFIM, de las que regresaba orgulloso con las medallas que obtenía en jabalina, disco y bala, y el mal recuerdo de la vez que lanzó una jabalina para el oro, pero la emoción lo traicionó y abandonó la silla de ruedas. El grito del entrenador fue suficiente.
Solo le vi perder los estribos en una ocasión cuando trataba de abordar el ómnibus, y ante la actitud de no permitirle por parte del chófer, lo increpó fuertemente, momento que aprovechó el hombre para lanzarle una frase hiriente: “Que le pasa a este cojo de basura”. Suficiente para que Oscarito regresara y lo pusiera a dormir con su izquierda. También pudo ser boxeador.
Como para reafirmar que no había valladar para detenerlo, se integró a una orquesta de la localidad.
No he escrito acerca de un hombre que conectó más de 400 jonrones en las series nacionales de pelota. Tampoco conquistó una medalla de oro olímpica, ni corrió los cien metros planos en diez segundos. No es un superdotado. Es un hombre que nada lo detuvo para disfrutar del deporte y de la vida.