El problema del control del combustible está que arde. A nadie le debe quedar dudas sobre ello, ni de la necesidad imperiosa de que así sea. Hace muy pocos días el sitio digital informativo Cubadebate dedicaba un amplio reportaje a detallar varios casos delictivos alrededor del robo de portadores energéticos, y de las medidas penales y administrativas que de tales hechos derivaron.
Los modus operandi resultan diversos y taimados. Algunos implican verdaderas conspiraciones que califican como corrupción y lamentablemente involucran a colectivos completos, dirigentes y trabajadores; mientras otras apropiaciones indebidas quedan en el plano de la responsabilidad y la (in)conciencia individual.
Todos estos hechos, sin embargo, desde la sustracción de miles de litros hasta el desvío y lucro con la asignación que recibe un solo vehículo, son igual de repudiables e inaceptables, con el agravante además de ocurrir en momentos donde el país enfrenta una escalada de agresiones del Gobierno de los Estados Unidos para impedir nuestro aprovisionamiento de petróleo.
No obstante, este no es un problema nuevo. Desde hace mucho tiempo múltiples indicios apuntaban a la sangría de combustible con destino a actividades económicas esenciales hacia el mercado turbio de la ilegalidad. Las comisiones permanentes de trabajo de la Asamblea Nacional del Poder Popular, por ejemplo, discutieron en más de una ocasión durante los últimos años los escasos reportes de venta en las gasolineras con destino a los automóviles particulares, entre otros síntomas muy sospechosos.
Los resultados de las inspecciones y auditorías, junto con otras verificaciones del control interno en las entidades estatales, también arrojan numerosas evidencias de las frecuentes debilidades en materia organizativa que encubren la filtración del diésel y la gasolina de uso estatal hacia la gestión privada.
Está muy claro que la cuestión no puede ser demonizar al sector no estatal, sino cerrar el grifo del descontrol en su origen: en donde producen, comercializan, transportan o reciben el combustible para su empleo en función de la economía y los programas sociales que nos benefician a toda la ciudadanía.
Porque todavía es posible hacer mucho más antes de tener que llegar a la penosa y descarnada situación de un proceso penal o una medida administrativa drástica contra un colectivo, o sus funcionarios y trabajadores.
Las deficiencias y violaciones más frecuentes se conocen y tampoco son tan difíciles de entender y evitar.
Mencionemos unas pocas reglas elementales que bastarían para evitar la mayoría de los robos o usos indebidos: vehículo en funcionamiento –y no en el taller o parado sobre burros– contra asignación de combustible; análisis sistemático y verdadero –sin forros o distorsiones– de los indicadores de consumo por cada equipo y su real comportamiento; papelitos claros en hojas de ruta, vales de compra, y lo hecho en concreto con cada litro recibido; a cuatro ojos con las tarjetas magnéticas, sus códigos de acceso y quién la tiene, cuándo y cuánto extrae con ellas al ir al servicentro.
Las comprobaciones muestran que estos aspectos tan sencillos no siempre los ventilan como debieran los consejos de dirección o en otras reuniones administrativas. Pero tampoco las asambleas de trabajadores y las secciones sindicales deben permanecer ajenas a estas realidades, pues su exigencia en estos temas no solo constituye una obligación moral, sino que resultaría un acto de legítima defensa de sus intereses como dueños y primeros beneficiarios de los indicadores de eficiencia que alcance cada colectivo en el empleo de los combustibles.
Y aquí habría una última arista que no podemos desconocer: la racionalidad del gasto, más allá incluso de su legalidad. En la actual coyuntura de restricciones y peligros externos, ni siquiera es suficiente con impedir el robo. Tenemos que cuestionar(nos) cada uso o destino del combustible de que dispongamos en cualquier colectivo laboral.
Con independencia de la fiscalización priorizada a los centros o sectores con mayores consumos, no debe quedar ninguna entidad o persona –ninguna, por poco que reciba o muy confiable que pueda ser o parecer–, ajena al control y supervisión interno y externo sobre el empleo del combustible.
Solo así habrá la debida prevención para que no combustione, con los consiguientes perjuicios humanos, económicos y sociales, este problema tan peligrosamente inflamable.