El sábado último Cuba celebró el centenario del nacimiento del popular cantante y compositor Benny Moré (Bartolomé Maximiliano Moré Gutiérrez, Santa Isabel de las Lajas, Las Villas, 24 de agosto de 1919-La Habana, 19 de febrero de 1963), figura emblemática de la cultura cubana, cuyas composiciones, interpretaciones y grabaciones se han mantenido en la preferencia de varias generaciones. Pero al Bárbaro del Ritmo no solo lo evocamos por estos días. Desde su fallecimiento su legado se ha mantenido en la memoria del pueblo y ha sido promovido por infinidad de músicos.
De procedencia humilde, el Benny fue un músico innato. Descendiente de esclavos africanos, a través de sus vínculos con el Casino de los Congos —fundado en el siglo XIX por un grupo de negros congos libertos— tuvo sus primeras experiencias musicales, y mediante estas aprendió a tocar distintos instrumentos provenientes del África. Les bailaba y les cantaba a los orishas yorubas con obediencia religiosa. Su vocación por la música le motivaba a realizar juegos —que no lo eran tanto—, al idear una orquesta cuyos instrumentos eran machetes, bongós creados con latas de conservas, guitarras hechas con una tabla y clavos a los que les ataba cuerdas de hilo de coser… y otras muchas fantasías de las cuales extraía alguna que otra sonoridad para divertir a todos.
Era tal la pobreza en su hogar que en la adolescencia trabajó en la agricultura, tarea que hacía placentera a sus compañeros con la interpretación de cantos —entre ellos el repentismo—, en los que deslumbraba su potente voz. Fue machetero y carretillero en el central Vertientes, donde creó su primer conjunto. En 1935 fundó un septeto y cautivó al público. En 1940 viajó a La Habana. El barrio de Belén lo recuerda guitarra en mano. En la Corte Suprema del Arte, de CMQ, obtuvo el primer premio.
Los grandes auditorios, desde que se integró al conjunto de Miguel Matamoros, hasta su radicación en México, alababan al joven cantante. Y cuando decidió quedarse a probar suerte en esa nación, adoptó el nombre del Benny, a sugerencia del director de esa agrupación, porque el de Bartolo, según le dijo, “era muy feo” y poco atractivo desde el punto de vista artístico.
En el país azteca comenzó la vertiginosa ascendencia del cantante. Allí grabó sus primeros discos en 1944 y cantó en disímiles orquestas. Llegó a la cima de la celebridad en la de Dámaso Pérez Prado, con la que intervino en más de 60 discos: Bonito y Sabroso, Mucho corazón, Francisco Guayabal y muchos más que alcanzaron total éxito. No obstante su fama, la nostalgia por Cuba y por Santa Isabel de las Lajas, a la que le dedicó una de sus más conocidas piezas, le hicieron retornar a la patria, a su gente del pueblo.
Luego vendrían las giras por toda Cuba, principalmente en las fiestas populares de las provincias orientales, en las que era reclamado. En 1952, antes de comenzar el programa De fiesta con Bacardí —donde el número preferido era uno suyo, ¡Oh Bárbara!—, de la emisora CMKW, de Santiago de Cuba, el Benny estaba parado en una esquina y al pasar una agraciada joven le dijo: “¡Oh Bárbara!”, y un mozo que estaba cerca le interrumpió: “¡Qué va, compay, el bárbaro es usted!”. Esa noche, en la CMKW, surgió el Bárbaro del Mambo, con el cual fue identificado hasta que al regresar a la capital en el programa de Batanga, el locutor Ibrahín Urbino lo presentó como el Bárbaro del Ritmo.
Venezuela, Jamaica, Haití, Colombia, Panamá, México y Estados Unidos lo aclamaron con su Banda Gigante —del tipo Jazz Band—, con la que debutó el 3 de agosto de 1953. Su carisma, su manera de vestir, su bastón en mano y su forma de cantar, con la que podía interpretar en distintos matices, además del interés por darle al pueblo lo mejor de sí y de su arte, provocó admiración, respeto y cariño de los cubanos y de sus fans en muchas naciones.
Hay incontables anécdotas que dan fe del apego del Benny hacia los más humildes, como una que aquilata su condición de hombre sencillo y sensible: fue contratado para actuar en un lugar muy lujoso de Haití, donde estaba el dictador y presidente de ese pobre país, Paul E. Magloire, quien lo invitó a una comida privada en una finca. El cubano no apareció. Lo hallaron en un barrio marginal, con los descalzos —entre ellos niños—, con los que compartía y cantaba. Le advirtieron que lo esperaban el mandatario y varios diplomáticos, y respondió: “¿Entonces yo tengo que dejar aquí a los infelices? ¡Que esperen!”. No concurrió a aquella opulenta cita.
También se recuerda que cuando la Campaña de Alfabetización, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz le solicitó que actuara en el anfiteatro de Varadero, donde los jueves a los alfabetizadores se les ofrecían espectáculos artísticos. Mientras duró la histórica epopeya por la educación de los cubanos, el Benny no faltó a aquel encuentro semanal. En el famoso balneario, un año después, ya muy enfermo, actuó en la apertura del Parque de las 8 mil taquillas, donde se dio acceso al pueblo a la espléndida playa, en tanto continuaba sus compromisos, grabaciones y presentaciones; hasta pocos días antes de partir.
Por muchas otras razones que harían interminable este texto, el pueblo ama al Benny, un ídolo que perdurará siempre en el recuerdo de todos.