Lima.- Un monumento de coraje y valor levantó Lisandra Guerra en el bello velódromo de esta ciudad. Su plata en el keirin debe ser recordada por el espectacular sprint en los últimos 120 metros, pero también por el honor de haberlo hecho sin una competencia internacional desde hace 12 meses y por la valentía de hacerlo frente a las mejores del continente, entre las que están varias de las jerarcas del mundo en esa especialidad.
No escondió entonces sus ganas de gritar que era la medalla más importante de su vida, por encima incluso de sus títulos mundiales o los diplomas olímpicos. Lloró cuando dedicó ese resultado a su hijo Thiago, a los compañeros de equipo, al entrenador inicial Florencio Pérez y a su actual preparador Francisco Leguén. Y lo más significativo, nunca se justificó con los obstáculos y barbaridades vividas para llegar hasta aquí y hacer la proeza que otros con más recursos no lograron.
Lisandra es de las guerreras más encumbras del ciclismo cubano y continental, pero no por sus más de 30 medallas panamericanas y récords impuestos, sino por esa actitud de amar la velocidad sobre una bicicleta con la misma pasión que dejó a Thiago enfermo y enrumbó hacia Lima para regalarle una medicina más efectiva, verla en la televisión y que él pudiera gritar: dale mamá, gana, gana…
Su sueño olímpico ya no es igual. Tokyo está lejos por el sacrificio que debiera hacer para su clasificación en una especialidad donde los años no pasan por gusto. Sin embargo, ella merece hoy el reconocimiento de un país entero porque puso sobre la pista su apellido, lo defendió a puro “riñón” y cuando en la noche volvió a sonreír en su cama encontró el mensaje más tierno en su celular: “mamá, te vi, estoy curado, te quiero mucho, Thiago”.