Lima.- Con el último out de Yurisbel Gracial la noche en Villa María del Triunfo se enfrió más. Por segunda jornada consecutiva nuestra selección de béisbol había caído y la sentencia era cierta: estábamos fuera de la segunda ronda, estábamos sin medallas en los Juegos Panamericanos, la pasión de los cubanos era ahogada con una actuación para algunos inesperada, para otros cual película de terror en la que jamás hubiéramos querido ser espectadores.
El marcador 8-6 para los actuales campeones de las dos últimas ediciones no refleja quizás todas las tensiones vividas. Yoanni Yera recibió la confianza del abridor, a pesar de las tres carreras iniciales, sin embargo, la decisión de dejarlo en el quinto con las bases llenas y ante uno de los mejores bateadores norteños no tiene justificación, por más que Anglada reconociera que Moinello todavía no estaba listo en el bullpen.
Sin embargo, la imagen del conjunto antillano parecía distinta. Descontaron dos en la apertura, emparejaron la pizarra en el cuarto con vuelacercas en línea de Raúl González y Yunior Ibarra y tras el racimo de tres en el quinto desafiaron de nuevo a los monarcas con dos rayitas más. Pero hasta ahí se calentaron nuestros bates y el relevista Christopher Leroux nos fue enterrando poco a poco en una de las ruinas más grandes que se recuerde en estas citas, pues desde 1959 no quedábamos fuera de un podio a este nivel.
Pudieran aparecer ahora miles de explicaciones, razonamientos y argumentos para explicar lo sucedido, aunque el mentor antillano asumió con total franqueza y sinceridad su responsabilidad. “La culpa es mía, no cumplimos. Hoy dimos la cara, perdimos peleando, los muchachos se batieron, pero como cubano no podemos sentirnos conformes nunca con una derrota en el béisbol”.
Todos quienes vivimos ambos juegos en Lima sabemos que la derrota contra Canadá solo fue el final de la película que comenzó con el revés histórico ante Colombia – los datos apuntan que en torneos oficiales no se perdía desde 1946-; o quizás se inició mucho antes, cuando pensamos que todo estaba bien por haber realizado una preparación de altura que no se hacía desde el siglo pasado y tuvimos alrededor de 30 partidos internacionales jugados.
La medalla de la pelota no era quizás la más importante de la delegación cubana en estos Juegos, pero sí la más entrañable para el pueblo, la más encumbrada en su imaginario cultural por lo que encarna este deporte en las raíces de una nación. De ahí que todos nos sintamos siempre mentores, culpables, críticos y también soñadores, aunque suene a utopía en medio de un concierto en el que pasamos de reyes a simples mortales, sin más pleitesía que nuestra historia pasada.
Hace mucho rato esta película de no ganar títulos internacionales anda programada en los escenarios foráneos (los últimos oros acontecieron en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Veracruz 2014 y la Serie del Caribe 2015) y la sed mayor queda también porque si perdiéramos todos los días como lo hicimos ayer contra Canadá nada habría que imputar, pero la realidad demuestra que caemos sin un hálito del buen béisbol que nos legaron otras generaciones.
La noche fría del 30 de julio del 2019 en el estadio de Villa María del Triunfo implica, por enésima vez, el terror que teníamos de ser eliminados antes de tiempo. Así pasó en Barranquilla hace un año, así sucedió en el último Clásico Mundial, así nos sucederá en el Premier 12 si los cambios siguen siendo de maquillaje y no en profundidad. Es innegable que duele, que nunca se está preparado para conjugar razones y emociones en la justa medida.
Pero la película de terror vivida en la capital peruana está centrada en volver a creer que era posible un triunfo cuando las columnas que lo podían sostener no estaban sólidas y sobre las que se necesitan cambios humanos y técnicos. La última filmación contra Argentina será una escena de puro rodaje. Y ojalá, por el bien de los espectadores, no terminemos asesinados por lo inaudito.