A las 11 de la noche del 27 de julio de 1953, Pedro Trigo López arribó al hogar materno, en Calabazar, La Habana, procedente de Santiago de Cuba, adonde viajó para participar en el ataque al cuartel Moncada.
La víspera, el auto en que con los miembros de su célula se dirigía al objetivo, se extravió dentro de la desconocida ciudad. Al llegar a la Loma de Quintero se percataron del error y corrigieron el rumbo hasta arribar al polígono de la fortaleza militar. Desde un vehículo que se desplazaba en sentido contrario, alguien –años después Trigo supo que se trataba de Israel Tápanes Vento Aguilera– les gritó que Fidel había ordenado la retirada. La acción había fracasado, pero la decisión de luchar contra la tiranía batistiana permaneció intacta, porque “fui a darlo todo por cambiar el destino de la patria”.
En un ómnibus de la línea Santiago-Habana, cuya hoja de itinerario indicaba que había salido a las cinco y media de la madrugada del 26 de la capital oriental y tuvo que retornar por el tiroteo, pudo Pedro Trigo, junto con otros compañeros, emprender el regreso a casa a media mañana de ese mismo día.
Apasionado del trabajo sindical
Con apenas 10 u 11 años Pedro tuvo que comenzar a trabajar para ayudar a la economía familiar. El ordeño de vacas y otras labores agrícolas constituían por entonces su universo laboral.
A los 17 años pudo comenzar en el tercer turno de Telares de Calabazar (Tedeca), una fábrica de tejidos que compartía su local con la Compañía Lanera Nacional (Colana). Cuando desapareció aquel turno quedó como suplente, situación que lo obligaba a presentarse diariamente, a las cuatro de la mañana, para cubrir la posible ausencia de algún trabajador.
“Mira cómo estaba la cosa, que uno se alegraba de que alguno de los fijos no pudiera asistir, por enfermedad u otro motivo, para ocupar su lugar y así poder llevar a la casa los poco más de dos pesos que pagaban por una jornada de ocho horas”, relató.
En esa situación se encontraba cuando la vida le deparó la suerte de conocer personalmente a Lázaro Peña González, secretario general de la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC).
“Sucedió que un día de 1945 o 1946, como de costumbre, me dirigí al telar para ver si podía trabajar. Pero me fue imposible, pues el turno no empezó debido a un paro dirigido personalmente por Lázaro, a cuyo lado me encontraba y le pregunté: ‘¿Y yo, qué hago?’.
“Él, que desconocía mi condición de suplente, me miró y dijo: ‘¿Cómo que qué haces? Como todos los demás, incorporarte a la huelga’. Así lo hice, y por esa razón la dirección de la fábrica me acusó de comunista.
“En ese período mis motivaciones eran más sindicales que políticas, pues sentía gran admiración por el quehacer de Lázaro al frente del movimiento sindical cubano, así como por Jesús Menéndez Larrondo, líder de los azucareros; José María Pérez Capote, de los transportistas; Aracelio Iglesias, de los portuarios, y otros compañeros de destacado desempeño en esa labor”.
Con el tiempo ocupó una plaza fija en Colana, donde durante algunos años se desempeñó como delegado sindical, cargo para el cual fue reelecto en varias oportunidades.
Llegó a gozar de un bien ganado prestigio entre sus compañeros de labor, razón por la cual “mi hermano Julito y René Bedia Morales –expedicionario del Granma asesinado tras el desembarco–, me pidieron que ingresara en el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) (PPC-O), porque así prestaría una gran ayuda a esa organización. Lo hice por complacerlos, pero, en pocos meses, los discursos de Eduardo Chibás Rivas me transformaron en un fervoroso ortodoxo.
“En una ocasión se confeccionó una candidatura en la cual figurábamos José Perdigó, militante comunista, para secretario general, y yo como su vice. Un día antes de la votación, Andrés Hernández Palacios, dirigente sindical textilero cetekario –así se denominaba a los seguidores de Eusebio Mujal, quien había tomado la CTC por la fuerza–, puso en circulación un manifiesto en el cual nos ‘felicitaba’ a Raúl Rodríguez y a mí, que era ortodoxo, por haber ingresado en el partido comunista dentro del movimiento obrero.
“Por supuesto, no ganamos las elecciones, pues debe tenerse en cuenta la fuerte campaña desatada en el país contra los comunistas. Aquello me dolió mucho, porque yo era un apasionado del trabajo sindical”.
Junto a Fidel
A principios de 1951, durante su intervención en un acto del PPC-O en Santiago de las Vegas, Pedro Trigo contó la forma en que Carlos Prío Socarrás, entonces presidente de la nación, se había apropiado de las fincas existentes entre Calabazar y Managua. Habló de las afectaciones que ese proceder provocó en los campesinos y obreros agrícolas, y del trabajo que los soldados realizaban en aquellas “propiedades” del mandatario.
“Cuando terminé se me acercó un joven y, tomándome del brazo, me preguntó si cuanto había dicho era cierto. Lo reafirmé y me dijo que le había dado una idea: denunciar el hecho. Se trataba del abogado Fidel Castro Ruz. Al día siguiente, en compañía de Juan Martínez Tinguao, fue a buscarme y recorrimos la zona. Posteriormente, en El Globo, les reuní a unos 100 campesinos. Les habló acerca de la denuncia que había presentado y de la urgencia de una reforma agraria; fue esa la primera vez que le oí referirse a este último tema. En esos trajines nos sorprendió el cuartelazo del 10 de marzo de 1952.
“Tiempo después me indicó encontrarme con él en Guanabo, adonde también acudió Gildo Fleitas López –caído heroicamente en el ataque a la fortaleza santiaguera–. Mientras nos bañábamos en el mar nos habló de la necesidad de organizar células de no más de 10 hombres. Debían integrarlas obreros, campesinos e intelectuales honestos que, llegado el momento, estuvieran dispuestos a empuñar las armas para derrocar a la tiranía y barrer con los males que padecía el país desde la instauración de la república.
“A las 48 horas ya tenía formada la mía. Con excepción de mi hermano Julito y un compañero del aeropuerto, el resto eran trabajadores textileros: siete de Tedeca y Colana, y uno de una fábrica de Santiago de las Vegas.
“Fidel decidió aglutinar en su derredor a las capas más humildes de la sociedad, fundamentalmente a la juventud obrera y campesina; las captó e hizo renacer en nosotros las esperanzas ante las frustraciones sufridas por el actuar de los gobiernos auténticos”.
Después del Moncada
El 28 de julio de 1953, agentes del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), encabezados por el teniente Próspero Pérez Chaumont, detuvieron a Pedro en la casa materna.
“Durante el interrogatorio me preguntaron si sabía dónde estaba mi hermano, y por unos documentos a mi nombre que le ocuparon a uno de los ‘caídos’ –en realidad asesinado– en el ataque al Moncada. A lo primero respondí que como viajante de medicamentos Julito podía encontrarse lo mismo en Pinar del Río que en Matanzas o Camagüey, a lo cual me ripostaron: ‘¿Y por qué no en Santiago de Cuba?’ Como es lógico, admití esa posibilidad.
“Con respecto a los documentos, de inmediato pensé en Boris Luis Santa Coloma, quien los tenía en su poder para resolverme la licencia de conducción, e ignoro las razones por las cuales no los dejó en La Habana. Pero como no sabía su situación, expliqué los motivos por los que los había entregado a un compañero de la ortodoxia, cuyo nombre desconocía.
“Supe que habían preguntado a Evelio, el manquito, un chofer de alquiler de Calabazar, si me había visto el domingo 26 de julio en el pueblo. Les respondió afirmativamente e, incluso aseguró que, en compañía de mi esposa, lo había alquilado. Quizás eso propició que me dejaran tranquilo y me pusieran en libertad condicional.
“Solo podía estar en la casa y en la fábrica. Pero esa disposición únicamente la cumplí hasta la salida de Melba y Haydée de la prisión, pues con ellas en libertad reinicié la lucha revolucionaria”.
Fuente: Entrevista realizada por la autora en el 2009