Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela. Ese verso, diáfano y poderoso, alcanza para definir el itinerario de un gran poeta: Roberto Fernández Retamar, fallecido este sábado en la ciudad que lo vio nacer hace 89 años, La Habana.
Cantor del amor —y no fundamentalmente del amor lánguido y autocomplaciente de ciertos romanticismos, sino, sobre todo, de los otros: el arrasador, el arduo, el que se construye poco a poco a golpe de empeño e inevitables tropezones—, y cantor también del hombre que hace patria sin esperar honorarios.
La poesía siempre será útil. Pero a él no le bastó ese convencimiento: se sumó al carro trepidante de una Revolución. Imperfecta, como el amor mismo, asumía esa Revolución, a la que consagró sus mejores bríos. No la idealizó, la vivió con los pies bien puestos en la tierra, pero vislumbrando la mañana que vendrá.
Él nos puso delante uno y muchos poemas y notamos enseguida que eran nuestros: de nosotros hablaban, de nuestros sueños y de los golpes que nos da la vida y de las pequeñas alegrías que le otorgan color a este viaje.
Se prodigó en sus libros, en los salones de clases, en las tertulias, en los abrazos… Amaba pararse frente al mar y respirar el aire limpio. Haber estado —comentó una vez— es el regalo mayor: Un día como todos los días de esta vida/ No pido nada mejor. No quiero nada mejor/ Hasta que llegue el día de la muerte.