Por Orlando Oramas León
La violencia política y social en Colombia parece dar la razón a quienes aseguran que la nación sudamericana vive una «paz sangrienta», pese a la firma de los acuerdos que pusieron fin al conflicto armado y legalizaron la incorporación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-ERP) a la vida política.
De ello habla la muerte violenta de cientos de ex guerrilleros, sindicalistas, maestros, líderes agrarios, comunitarios y estudiantiles, víctimas del aparato militar y paramilitar que sirve lo mismo para cercenar la oposición política que para defender intereses económicos espurios, incluidos los de la oligarquía colombiana y las transnacionales asociadas a ella.
Es la continuación de la represión a la reivindicación social contra la explotación, la pobreza derivada del despojo de las tierras y recursos, así como de otras reclamaciones que en su momento dieron pie a la lucha armada en esa nación.
Ejemplos sobran. Uno de los más recientes fue el asesinato del ex insurgente Dimar Torres, el 22 de abril de 2019, quien además fue torturado por elementos militares. Ocurrió en el Catatumbo, región limítrofe con Venezuela, donde los uniformados fueron sorprendidos y filmados por la comunidad cuando se disponían a desaparecer su cadáver en una fosa. Al joven de 34 años le había sido mutilado su órgano genital, tenía huellas de contusiones en manos, piernas y otras partes del cuerpo. Su cráneo quedó desfigurado, al parecer por el impacto del proyectil terminó con su vida, según la denuncia.
Desde la firma de los acuerdos de paz entre el gobierno y las Farc-EP, la guerra no declarada cobró la vida de unos 130 exguerrilleros, mientras que varios de sus familiares también resultaron asesinados, torturados y desaparecidos.
La líder comunitaria afrodescendiente Francia Márquez, opositora a la devastación provocada por multinacionales en la región Cauca, tuvo mejor suerte al sobrevivir a un atentado el 4 de mayo. Antes había denunciado que “el gobierno entregó, sin consultar a la comunidad, títulos de explotación minera a grandes empresas transnacionales (…). En territorios como el mío, la gente no tiene agua potable, tiene que esperar a que llueva para tomar agua o tiene que ir hasta el río. El agua que consumimos de esos ríos está envenenada. No sabemos cuánto mercurio tenemos en la sangre, ni siquiera tenemos acceso a una salud adecuada. La comida que nosotros vamos a estar produciendo en la comunidad también va a estar contaminada».
Márquez presidía una reunión en una localidad de Santander de Quilichao, cuando un comando paramilitar disparó y lanzó granadas contra los activistas. Los atacantes fueron repelidos por el sistema comunitario de defensa.
Las cifras sobre la violencia en Colombia difieren según la fuente, pero confirman un flagelo que los acuerdos de paz no consiguieron revertir.
Según el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) en 2018 perecieron 648 personas víctimas de la violencia política.
El Cinep también refrenda en el período mil 151 amenazas de muerte, 22 desapariciones, 66 torturados y 48 atentados, según el estudio titulado Violencia camuflada. La base social en riesgo.
Las mayores violaciones a los derechos humanos se dieron en los departamentos Cauca, Valle del Cauca, Santander, Antioquia, Chocó y Bolívar.
Para Luis Guillermo Guerrero, director de Cinep, «los mecanismos de silenciamiento de las víctimas y de impunidad instaurados impiden recoger la totalidad de estos hechos».
Con tales declaraciones el experto sugiere que la violencia política es mucho más grave que lo que indica sus números.
Más de la mitad de estos crímenes son atribuidos al paramilitarismo, que ataca principalmente la base social ubicada en áreas rurales y en las periferias de los grandes centros urbanos, sobre todo las Juntas de Acción Comunal, organización de base para impulsar procesos comunitarios.