Un pequeño tocoro sonriente y en ropa deportiva marcó por espacio de 15 días (2 al 17 de agosto de 1991) los XI Juegos Panamericanos de La Habana. Convertido en la mascota oficial de la lid, Tocopan saltó, lanzó, corrió, premió y hasta lloró junto al pueblo capitalino, que desde entonces no ha sido el mismo a la hora de hablar, conocer, disfrutar y vivir el deporte en esta ciudad. El legado abarcó mucho más que instalaciones y medallas.
La Habana tuvo sus anhelados Juegos después de una ardua lucha —con injusticia de por medio—, pues aspiró a organizar los de 1987, pero los altos directivos de la Organización Deportiva Panamericana optaron por otorgárselos a Indianápolis, Estados Unidos. La elección llegaría por unanimidad en 1986, en el congreso de la entidad continental, tras retirar su candidatura la ciudad argentina de Mar del Plata en un noble gesto hacia nuestra delegación que pocos recuerdan a la hora de contar la historia.
Movimiento y Altura en el Este
Hacia la zona este de La Habana —a poco más de cuatro kilómetros del centro si se atravesaba el Túnel de La Bahía— se levantaron el mayor número de instalaciones y la Villa Panamericana. Desde el inicio, constructores, estudiantes y todo el que quiso sumarse dieron vida a obras que trascenderían no solo por su funcionalidad y belleza, sino también por su utilización posterior en función del deporte y la sociedad.
Dentro de ellas sobresalió el complejo habitacional de La Villa, compuesto por 55 edificios, la mayoría de dos y tres pisos, con diseños renovadores y frescos para la futura urbanización de ese municipio. Una vez concluido el certamen, los apartamentos se repartieron entre quienes más horas dedicaron a poner ladrillos allí, así como para atletas y entrenadores destacados, algo inédito en la historia de citas múltiples, pues casi siempre esto queda reservado para inmobiliarias privadas.
En esa propia área quedaron con impecable hermosura el velódromo Reinaldo Paseiro —primero y único del país hasta la actualidad—, el Complejo de Piscinas Baraguá, las Canchas de Tenis 19 de Noviembre y el Estadio Panamericano, este último con aforo para 35 mil personas y sede al año siguiente de la Copa del Mundo de Atletismo. Esas moles de hormigón nacieron acompañadas de infraestructuras gastronómicas y culturales, aprovechadas desde entonces en decenas de actividades sociales, como el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes de 1997, entre otros.
Más espacios, más vida
Otras obras crecieron para la eternidad en nuestra ciudad. Y la singularidad mayor fue la arquitectura simple, pero funcional, sin romper en ningún caso con el entorno. Las Salas Deportivas Ramón Fonst y Kid Chocolate se robaron las palmas en aceptación popular, el Complejo Deportivo Raúl Díaz Argüelles dio cabida a dos disciplinas sin casa hasta ese momento: la pelota vasca y el patinaje, la bolera de Plaza de la Revolución significó la primera de su tipo en el país en 1991; en tanto el estadio de Hockey sobre Césped Antonio Maceo y el Centro Ecuestre en el Parque Lenin completaron el compromiso contraído por los organizadores.
Las remodelaciones del Parque Deportivo José Martí, el Estadio Pedro Marrero, la Sala Polideportiva Ramiro Valdés Dausá, el Campo de Tiro Enrique Borbonet, el Coliseo de la Ciudad Deportiva y el Estadio Latinoamericano también ocuparon tiempo en las jornadas previas. Hoy todavía resisten el paso del tiempo, con más de una reparación puntual esperando todavía en algunas de ellas, pues son 28 años más longevas que las instalaciones hechas y su explotación no se ha detenido con certámenes nacionales e internacionales en sus predios.
El verdadero fijador
Nada ha perdurado más en La Habana en materia deportiva, social y política que el recuerdo de aquel agosto, cuando Cuba asaltó por única vez el primer lugar del medallero en Juegos Panamericanos con 140 coronas y 265 medallas en total, por delante del primer lugar histórico: Estados Unidos (130 y 352).
Con entrada libre para el pueblo, la fiesta llamó poderosamente la atención a los atletas visitantes por el amplio respeto y alegría que la afición les regaló, incluso cuando eran rivales directos de los deportistas de casa. Las avenidas embellecidas, la disciplina en cada escenario, los parques repletos de jóvenes y viejos para aplaudir cada actuación memorable enseñó una Habana en la que tampoco faltó el conocimiento de su historia, pues todas las delegaciones foráneas recorrieron su parte más antigua, gracias a la bondad y la inteligencia del historiador Eusebio Leal.
Ese legado del Tocapan puede extenderse al movimiento de pueblo antes, durante y después de los Juegos. La capital cubana nunca volvió a ser la misma. Nueve años antes habían acogido la cita Centroamericana y del Caribe, pero las hazañas de los campeones fueron superiores por la calidad y las figuras de nivel mundial que asistieron. Todavía hay millones que recuerdan el oro de Mario González en la piscina, los remates de Mireya Luis en la Fonst, los títulos de Ana Fidelia y Javier Sotomayor en el imponente Estadio Panamericano y la casi faena perfecta de los boxeadores en la Kid Chocolate, por solo citar algunas doradas.
El líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz, fue el aficionado número uno y recorrió esos días La Habana con la soltura y felicidad del atleta mayor. La capital se creció en medio del calor y los problemas económicos. Para los que gustan de definiciones nada mejor que la ofrecida por un capitalino a la salida del velódromo tras el triunfo de nuestra cuarteta de persecución. “Hoy La Habana es Cuba. Y los Juegos Panamericanos han sido nuestra mayoría de edad”.