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Estrenos de danza: Belleza “contaminada”

Hemos bombardeado tantas veces los paradigmas que el concepto de la belleza trasciende la mera armonía de las formas. Hay, incluso, una idea de lo bello que parte de lo que a primera vista parece feo. Pero el entramado que recrea Susana Pous en su más reciente creación, Infinito, es evidentemente hermoso, aunque las peripecias a las que sirve de contexto sean particularmente arduas.

Infinito, de Susana Pous, por Micompañía. Foto: Yuris Nórido

Micompañía ha presentado en el Teatro Martí una obra enjundiosa, pletórica de imágenes e implicaciones metafóricas, sin que esa “carga” resulte obvia. Sin embargo, hay diafanidad en el discurso: cualquiera puede identificarse con los impulsos que animan a uno o a otros de los danzantes. Y cuadro a cuadro se va desovillando una historia que no pretende ser aristotélica, aunque es posible encontrarle pies y cabeza.

La densidad del discurso no llega a ser nunca abrumadora, porque la coreógrafa alterna tempos y composiciones, apoyada en los inspiradísimos diseños de escenografía y luces, que no constituyen simples adjetivos.

La idea del ciclo eterno (tan llevada y traída por creadores de todas las manifestaciones del arte, “resuelta” numerosas veces en la cacofonía) se evoca aquí sin grandilocuencias, a partir de un conglomerado de emociones que encuentran concreción escénica en dinámicas vistosas y fluidas.

Los bailarines estuvieron a la altura de las demandas técnicas, pero fueron mucho más que fríos ejecutantes: hubo nervio, compromiso y comprensión. Bailaban como si vivieran.

 

La esencialidad del gesto

Mientras que Micompañía presentaba Infinito en el Martí, a unas pocas cuadras, en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, Danza Contemporánea de Cuba estrenaba una pieza que comparte esa vocación lírica y ese altísimo vuelo en la visualidad: Danzas de amor que se fue, del británico Billy Cowie.

Danzas de amor que se fue, de Billy Cowie, por Danza Contemporánea de Cuba. Foto: Yuris Nórido

Hace algunos años pudimos apreciar otra coreografía suya, Tangos cubanos, que sorprendió al auditorio por la esencialidad de la línea y la contención que demandaba de los intérpretes. Hay bastante de eso en Danzas de amor…, y también una poesía del movimiento que se expresa muy bien desde el minimalismo.

Ahora, a la pauta coreográfica se le añaden “cuñas” de una dramatización que bien pronto llega a ser cansina, reiterativa y ciertamente insustancial.

A todas luces se trata de problematizar y explicitar a partir de los “conflictos” que de alguna manera evoca o sugiere la sucesión de danzas; pero estas “entrevistas” a las bailarinas apenas aportan elementos de interés… y no siempre se muestra orgánico el ejercicio histriónico (salvo el del entrevistador, Mario Varela, que es un actor devenido bailarín profesional).

El resultado: la coreografía se alarga (por momentos parece que se eterniza), y la innegable belleza de la coreografía, la música y los decorados se diluye en cierta monotonía.

Da gusto, eso sí, ver a las bailarinas asumir el singular tempo de estas danzas, con un hieratismo muy lírico, perfectamente incorporado. Si los espectadores pudieran “editar” desde sus butacas el espectáculo (¡oh, fantasía!), probablemente más de uno se quedaría con la danza y reduciría bastante el peso de la actuación.

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