Es obvio lo que se pretende ahora con las pérfidas razones que alega la Casa Blanca para aplicar esta ley extraterritorial violatoria del derecho internacional: crear mayores dificultades al pueblo cubano, mediante la autorización a nacionales estadounidenses a presentar ante tribunales de su país demandas contra todo extranjero que “trafique” con propiedades que fueron nacionalizadas en Cuba en la década de los sesenta, tras un legítimo proceso llevado a cabo por el Gobierno revolucionario tal como lo reconoció años después la propia Corte Suprema de los Estados Unidos.
Con esta peligrosa determinación se revierte en grado sumo los primeros pasos dados por el Gobierno del expresidente Barack Obama para la normalización de las relaciones entre ambos países, aunque este nunca abandonó los objetivos subversivos de EE. UU. contra Cuba.
La Administración del presidente Donald Trump y el equipo de halcones que conforman su secretario de Estado Mike Pompeo; el asesor de Seguridad Nacional John Bolton; el consejero en política exterior Elliot Abraham, condenado por el escándalo Irán-Contras; y el amanuense senador norteamericano de origen anticubano, Marco Rubio; pretenden acelerar los esfuerzos para una “transición para la democracia en Cuba”, que disfruta desde 1959 un sistema de Gobierno de libertad, independencia y verdadera democracia participativa del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Los jinetes del Apocalipsis que ahora galopan desde la Casa Blanca con sus guerras, muertes y miserias, retoman la ultraderechista y extraterritorial ley que firmara en marzo de 1996 el entonces presidente de EE. UU., Bill Clinton.
En aquel momento el inquilino de la Casa Blanca hizo tal concesión a la banda de los cuatro —integrada por la “loba feroz” (Ileana Ros-Lehtinen); los hermanos Lincoln y Rafael Díaz-Balart; más Bob Menéndez—, miembros del Congreso, con influencia en el Gobierno, y con vista puesta en los votos de la Florida por aspiraciones reeleccionistas.
Los aviesos propósitos de la mafia contrarrevolucionaria fracasaron, como los de la Fundación Nacional Cubano-Americana, cuyo líder, el batistiano, agente de la CIA y mercenario de Playa Girón, Jorge Mas Canosa, tuvo innegable preeminencia durante las administraciones de los presidentes estadounidenses Ronald Reagan, Bill Clinton y los Bush, padre e hijo.
Si el voto hispano de la Florida desempeñó un importante papel en la promulgación de la Ley Helms-Burton, también ejerce su influencia en las intenciones ya declaradas públicamente por el belicista, iracundo, impredecible y mitómano, Donald Trump, de reelegirse para un segundo mandato, aspiraciones signadas por las graves acusaciones que pesan en su contra: estafas, lucro ilícito, evasión de impuestos fiscales, campaña electoral dolosa, conducta moral disipada de relaciones sexuales y notables rasgos de intolerancia y racismo.
En este entramado de ignominia se inscribe ahora la aplicación parcial del título III de la Ley Helms-Burton. Con ella —como con su antecesora, la Ley Torricelli— también se pretende castigar a Cuba por su irrestricta solidaridad con Venezuela, ante las amenazas y el intento de golpe de Estado fraguado en Washington.
Washington persiste en su error de cálculo, su continuado empeño de rendir a Cuba por hambre, fracasará de nuevo ante la heroica resistencia del pueblo cubano.