Lo vi bajarse de la ambulancia en la meta. Sangraba la rodilla, aunque un vendaje intentaba calmar la fuerza roja del líquido vital. En el hombro un fuerte rasponazo era otra huella de la caída y como si fuera poco dos perforaciones en la cadera, un codo lastimado, la licra rajada a la altura del muslo y la camiseta manchada de fango y sangre no parecían dejar dudas: el ciclista Reinaldo González había sufrido un grave accidente.
Lento, casi arrastrando el pie derecho, caminó hasta el único banco que la muchedumbre había dejado libre frente a la Ciudad Escolar 26 de Julio, en Santiago de Cuba, donde esperaban el arribo de la caravana de pedalistas del VI Clásico Nacional de Ciclismo. Se sentó, alguien lo ayudó a acomodarse y sin importarles nada más que su vergüenza deportiva se puso a llorar.
Las lágrimas no eran precisamente por tantas lesiones físicas, sino porque en apenas dos días estaba a punto de abandonar el sueño por el que se había preparado un año entero. Los niños lo miraban con una mezcla rara de tristeza y envidia. Estiró las piernas y rápido volvieron a aparecer decenas de manos para ayudarlo, incluso una mujer lo alentó sin conocerlo: “no llores, mi hijo, pronto te pondrás bien”.
Reinaldo bajó la cabeza y ni siquiera vio el sprint final donde Alejandro Parra atravesó primero la raya de sentencia. La imagen del ciclista abatido era la misma que hemos visto por montones en el Tour de Francia, el Giro de Italia, la Vuelta a España o cientos de competencias de ruta por el mundo. Se había acabado la aventura sobre corceles metálicos, se había roto la posibilidad de ser vitoreado por los seguidores del ciclismo, se había perdido esa rara sensación que siente un ciclista: llegar, llegar y llegar, aunque sea el último en el pelotón.
Entonces arribó el médico oficial del evento y acto seguido su padre, quien viene en la caravana como parte del cuerpo técnico, pero vivió muchos momentos como el de su hijo cuando corría en las Vueltas Ciclísticas a Cuba. “Papá, no podía, traté de alcanzar a la gente cuando me caí dentro de un hueco en la autopista, pero el dolor era inmenso. Por eso me subí a la ambulancia”.
El padre lo abrazó fuerte a su pecho. Sabía cuánto significa para un guerrero de las carreteras concebir que ya se acabó el evento por un accidente inesperado. “Yo quiero descansar hoy y mañana volver a salir”, le dijo entre sollozos Reinaldo. Ambos sabían que eso no lo permiten los reglamentos para estas carreras. Quien se suba a un transporte en el recorrido, sea por las razones que sean, se considera abandono y no puede arrancar en la siguiente fecha.
Reinaldo recibió minutos más tarde la confirmación de la decisión. Volvió a su mente el primer consejo de un entrenador al iniciarse en este deporte. “Esto es duro y para valientes, aunque un día te caigas y el cuerpo no te responda”. Se levantó del banco mientras la muchedumbre regresaba a sus trabajos y casas. Arrastraba la pierna, tomó con su mano izquierda la bicicleta y poco a poco se fue alejando. Seguía llorando por valor, vergüenza y honor, los códigos mas altos de cualquier ciclista.