“Quizás haya sido la traición, no se sabe aún con exactitud, lo que condujo al Batallón de Cazadores de San Quintín, el 27 de febrero de 1874, al lugar de refugio casi seguro del Padre de la Patria (…)”, reseñó Gerardo Castellanos en su libro Pensando en Agramonte, publicado en 1938.
Y al describir el nefasto hecho que ese día puso fin a la vida de Carlos Manuel de Céspedes del Castillo, en un discurso pronunciado en Nueva York, el 10 de octubre de 1895, Manuel Sanguily expresó:
“(…) aceptó solo, aunque por breves momentos, el gran combate de su pueblo, mientras ganaba la selva cercana, envuelto por el humo de sus detonaciones; pero había llegado al borde del alto barranco; acorralado, perdido, no vacila un instante supremo, se ofrece al porvenir como ejemplo magnifico de fortaleza se ofrenda a la patria en holocausto, y con el corazón destrozado por su propia mano en el último disparo, desaparece en el foso, como un sol en llamas que se hunde en el abismo”.
Todo había comenzado el 27 de octubre de 1873 cuando, en Bijagual, la Cámara de Representantes de la República de Cuba en Armas lo destituyó de su cargo de Presidente, en presencia de una gran concentración de tropas que se mostró dividida ante esa decisión, acatada por Céspedes para evitar enfrentamientos sangrientos entre los mambises. A partir de entonces, luego de dos meses de movimientos junto a la Cámara, sin una escolta que lo protegiera se refugió en San Lorenzo, en la Sierra Maestra, donde lo acompañaban el prefecto José Lacret Morlot; Jesús Pavón, su asistente; Carlos Manuel, su hijo mayor; el franco-alemán Alberto Hatfge, su cocinero, y el capitán Quintín Bandera.
El gran iniciador
De sólida cultura e innegable audacia, fue Céspedes –nacido en Bayamo, el 18 de abril de 1819—.el gran iniciador de la guerra por la independencia de Cuba, cuando en la madrugada del 10 de octubre de 1868 liberó a sus esclavos y los llamó a sumarse a la lucha contra el dominio colonial español. Semanas antes, el 4 de agosto, en reunión celebrada en San Miguel del Rompe, defendió firmemente su criterio de iniciar la contienda de inmediato, y el 6 de octubre, en el ingenio Rosario, los conspiradores fijaron el 14 de ese mes para el levantamiento armado. Céspedes desató este con cuatro días de antelación —debido a que el régimen colonial había ordenado su detención y la de los principales complotados—, y no le faltó el apoyo del gran Francisco Vicente Aguilera, quien inicialmente estuvo al frente de la conspiración.
No se arredró ante el revés sufrido en el primer combate, en Yara, el día 11, ocasión en que, tras dispersarse la tropa, exclamó ante los que se mantuvieron firmes en sus puestos de combate: “¡Aún quedamos doce hombres para hacer la independencia de Cuba!”
Muy pronto se les sumaron los participantes en otros levantamientos, lo que permitió la toma de San Salvador de Bayamo, el 20 de ese mes. Esa ciudad, devenida capital de la revolución, permaneció en poder de los cubanos levantados en armas hasta el 12 de enero de 1969, cuando las tropas españolas encabezadas por Blas de Villate, conde de Valmaseda, la reconquistaron, no sin que antes los bayameses la incendiaran.
Dos días después de aprobada la Constitución de la República de Cuba en Armas, en Guáimaro, el 12 de abril de 1869, Céspedes como presidente, y un consejo de gobierno integrado por 10 miembros, tomaron posesión de sus cargos. No tardaron en surgir contradicciones entre Céspedes y la Cámara de Representantes electa en la Asamblea Constituyente, que lo acusaba de autoritarismo y falta de democracia en su gestión de gobierno, la cual se veía frenada por la imposibilidad de reunir constantemente a aquella debido a las particularidades de las operaciones bélicas.
Con su deposición y abandono a su suerte, Céspedes fue víctima del regionalismo, el caudillismo y las ansias de poder de algunos jefes, factores que sembraron la desunión en el campo insurrecto y conspiraron contra el éxito de la patriótica empresa a la que él entregó todas sus energías.