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Toda la Revolución cabe en una rosa

Cuando el visitante, atraído por la historia patria, se adentra en el Complejo Histórico de Birán y se aproxima al panteón de la familia Castro Ruz, donde descansa el tronco originario de los líderes de la Revolución cubana, notará que entre las flores que adornan el Mausoleo no faltan rosas rojas.

Por más de 55 años, el venerable anciano ha depositado flores sobre el panteón de la familia Castro
Ruz y velado por su lozanía. Foto: www.radioguaimaro.icrt.cu

Allí, en señal de pasión por la obra revolucionaria y, sobre todo, de veneración por Lina Ruz, de cuyas entrañas emergieron Fidel y Raúl, yace invariablemente un ramo, detrás del cual reside la sublime historia de José Batista Cruz, un holguinero de 85 años que en más de medio siglo no ha dejado de engalanar la tumba familiar con un hermoso ramillete.

Ese gesto, nacido de los más puros sentimientos de admiración y gratitud que pueden habitar el pecho de un hombre, ocupa, desde el fallecimiento de Lina, el 6 de agosto de 1963, la principal tarea en la agenda de José, que cada tres días se traslada a más de 50 kilómetros desde su natal poblado de Guaro, en Mayarí, hasta Birán, para homenajear a la respetada matriarca y recordarla en toda su bondad y entereza.

“Ella fue como una madre para mí. Una semana después de su muerte empecé a ponerle las flores, primero en el cementerio de Marcané y después en Birán. Las buscaba en Caballería y a veces en Holguín. Rosas rojas siempre”, recuerda, y su rostro curtido por el tiempo refleja un dolor antiguo.

Así comienza su historia el venerable octogenario, que desafía la memoria y se interna de nuevo en los parajes del Birán anterior al triunfo revolucionario, hasta donde llegaba cada día como conductor de la guagua proveniente del poblado de Cueto y saludaba a la familia, conversaba con Lina y le ayudaba en lo que necesitara.

“Yo tenía 20 años en ese tiempo. Ella me encargaba flores para la tumba de su padre y yo las buscaba y se las dejaba en su casa. Ella era una mujer muy buena, muy trabajadora, lo mismo manejaba que montaba un caballo. Se llevaba bien con todo el mundo. Yo me sentía como de la familia. Una vez, cuando Fidel estaba en la Sierra, se comentó que había muerto y ella aseguraba que no era cierto”, dice aludiendo al carácter de Lina, quien supo sobreponerse al sufrimiento de ver peligrar la vida de sus hijos en la guerra libertaria.

José Batista guarda celosamente una foto de Lina Ruz, a quien consideraba como su madre. Foto: Lianne Fonseca Diéguez

“El día en que ella murió yo estaba en Birán. Después empecé a ir al cementerio, colocaba flores sobre su tumba y me iba, y la gente se preguntaba quién sería el que las ponía”, evoca y sus palabras advierten la voluntariedad y humildad de su tradición, que durante décadas mantuvo al margen de la prensa.

La constancia de José en su devota tarea no menguó siquiera cuando pasó de chofer a cargador en la terminal de Cueto. “Para no perjudicar el trabajo allí, a menudo cambiaba el turno y cogía un camión o cualquier transporte y llevaba las rosas, que siempre he querido que sean rojas, aunque a veces si no las consigo las pongo de otro color”, relata.

Pero, si bien impresiona la acción de este hombre de honrar por más de 55 años la memoria de la familia Castro Ruz, conmueve aún más la valentía de verlo manejar a tan avanzada edad su añejo motor Ural, y dirigirse primero a Mayarí u otro lugar en busca de las flores, para después recorrer decenas de kilómetros y depositarlas sobre el panteón, sobreponiéndose a cualquier contratiempo.

Afirma que el gobierno local lo ayuda con el suministro de las rosas, las cuales busca donde sea necesario. Incluso, para que no falle su tradición por ningún motivo, tiene sembrado en casa de una nieta un pequeño rosal. Su hija Zoraida asegura que para su padre “llevar las flores es lo primero, él no entiende con nadie. Hasta que se muera va a seguir haciéndolo”.

En José, pequeño de complexión pero inmenso en su bondad, hay igual espacio de amor para Lina como para el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, al cual tuvo la oportunidad de ver en muchas ocasiones. “Conversé con Fidel un montón de veces. Cuando él venía a Birán siempre preguntaba por mí, al igual que su hermano mayor Ramón Castro Ruz, Mongo, que me decía ‘no me llames así, dime hermano’”, rememora.

Un retrato del Comandante en Jefe custodia la casa de José, en el poblado mayaricero de Guaro. Foto: Lianne Fonseca Diéguez

Basta ver el rostro de José cuando habla del Comandante en Jefe para advertir que la angustia se le remueve en el pecho. “Cada vez que daba un discurso yo no hacía más nada que verlo en la televisión. Desde que murió tengo un gran sufrimiento, ni siquiera me he atrevido a ir a Santiago, pero un día iré. Me acuerdo todos los días de él”, expresa visiblemente emocionado.

Quizás no lo sepa, pero José Batista Cruz ha sido y es un hombre en Revolución. De esos que no se permiten olvidar. De esos que colorean, con pequeñas acciones, el cuadro inmenso de la patria. “Cuando yo muera, mi hijo José seguirá la tradición”, afirma, y una sabe entonces que toda la Revolución cabe en una rosa.

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