Por Frank Padrón
Las féminas siguen con la sartén por el mango en esta edición festivalera, tanto en la competencia como en las secciones paralelas: Carmen y Lola (“Muestra española”) entroniza la relación lésbica de dos jóvenes en el cerrado y retrógrado mundo gitano dentro de los suburbios madrileños; la directora, Arantxa Echevarría, ha logrado vincular con gracia y tino el drama personal de las protagonistas al contexto familiar, religioso y social, con agudas observaciones que trascienden la identidad de género para estudiar los conflictos de la mujer perteneciente a esa etnia en un mundo discriminatorio y lleno de prejuicios.
Otra de mujeres: Ayka, coproducción entre Kazajastán, Alemania y Polonia (“Panorama Contemporáneo Internacional”) es una de las cintas más angustiantes del festival pero…no hay que perdérsela: una joven kirguisa, inmigrante clandestina en Rusia, abandona en el hospital a su bebé recién nacido y empieza desde entonces una huida hacia delante tanto para escapar de su maternidad como para encontrar el dinero que le han prestado unos mafiosos para poder entrar en Moscú. El kazajo Sergey Dvortsevoy (quien hace diez años triunfara en la sección Un Certain Regard con su primer largometraje de ficción, Tulpan) vuelve ahora a Cannes por la puerta grande: la actriz protagónica (una incalculable Samal Yeslyamova) se erige con el premio en su categoría, pero todo el filme es de una solidez a prueba de bala: compartimos todo el tiempo la atmósfera opresiva, asfixiante e insoluble de esa joven que no encuentra o mantiene trabajo, que suda a pesar de la insistente nieve, cuyo celular no para aco(u)sada por deudas y amenazas, que en todas partes encuentra incomprensión y rechazo. Maternidad herida, última carta negociable; la mujer como ente desprotegido y perdido en una sociedad excluyente y cruel; la inmigración -incluso interna- riesgosa y sin asideros, todo dentro de un Moscú inhóspito (memorable aquella escena donde un conferencista habla de las infinitas posibilidades de triunfo allí mientras la cámara refleja el dolor y la desesperación de la protagonista acorralada); en fin, toda una obra maestra.
Tinta bruta (“Los colores de la diversidad”) toca también la sexualidad no heteronormativa pero esta vez entre hombres, en un pueblo brasileño donde Pedro debe enfrentar un proceso por un crimen, la partida de su cariñosa hermana y su peculiar trabajo: erotismo cibernético mezclado con pintura corporal, al cual incorpora un novio que también parece decidido a abandonar el lugar: el provincianismo y su cerrado marco que obliga al exilio, el inframundo de la prostitución masculina y las nuevas formas de trabajo vía internet desde el exhibicionismo (¿artístico?) son curiosos ítems que desarrollan los directores Marcio Reolim y Felipe Matzembacher, aunque no han logrado mantener la coherencia en la diégesis: el filme se les (nos) acaba más de una vez y no mantiene la fuerza y el despegue que promete en sus inicios, si bien de cualquier modo es un título recomendable.