Jorge Hernández Martínez*
Las elecciones de medio término, recientemente realizadas en los Estados Unidos, son objeto de atención en numerosos artículos en medios de prensa y trabajos académicos especializados debido a su importancia para entender el momento actual que vive la sociedad norteamericana y, sobre todo, su derrotero inmediato y perspectivo.
Las cifras y las interpretaciones dejan claro que se ha producido un reacomodo de las posiciones partidistas en el Congreso como cuerpo legislativo, evidenciándose el predominio demócrata en la Cámara de Representantes, preservándose el Senado en manos republicanas, y una redistribución de ambos partidos en las gobernaturas de los estados.
Desde las elecciones de medio término del 2010, a mediados de la primera Administración demócrata del entonces presidente Barack Obama, el Partido Republicano dominaba las dos cámaras. En este sentido, el resultado de la anterior semana lleva consigo el simbolismo de que se quebró la hegemonía republicana de ocho años en el Congreso.
Conviene recordar que los dos partidos que integran el sistema bipartidista norteamericano responden a un signo clasista común, el de una burguesía monopólica que no es homogénea. Con respecto a compromisos con sectores diferenciados de la élite de poder, sus diversidades ideológicas son muy relativas, asociadas a características incluso geográficas y culturales, cuyo funcionamiento moviliza millonarios recursos financieros. En ambos partidos coexisten liberales y conservadores.
Los demócratas se identifican con el color azul y con la imagen del asno, como símbolo de humildad, laboriosidad, perseverancia, coraje; si bien los republicanos lo consideran como expresivo de la torpeza, la tozudez y lo simplón. Por su parte, el Partido Republicano tiene como símbolo al color rojo y al elefante, en tanto emblema de la fuerza, la inteligencia, la dignidad. Para los demócratas es muestra de arrogancia, tradicionalismo, parsimonia.
El presidente Trump se había ocupado de declarar previamente que los resultados constituirían una especie de prueba ante su desempeño e imagen. Luego de conocerlos, el mandatario, con su habitual desbordamiento retórico, los calificó de exitosos. Era de esperar que sería así, fuese favorable o adverso, dado su comportamiento excéntrico, prepotente e histriónico.
Si bien sus grados de libertad ahora son menores, el avance demócrata es relativo. Se han puesto de manifiesto debilidades y contradicciones —reales y potenciales—, en el mapa político estadounidense, algunas visibles de antemano, lo cual no se traduce, empero, en una crisis presidencial, como tampoco supone el inevitable juicio político a Trump, o un automático bloqueo de las acciones que promueva en su impredecible desempeño.
A riesgo de esquematizar, los resultados electorales podrían resumirse de este modo: ¿ganancia demócrata?, sí. ¿Pérdidas republicanas?, también. ¿Derrota republicana?, no. ¿Reacomodo en el tablero legislativo, partidista, trascendente en niveles estaduales y regionales, con implicaciones nacionales?, sí. ¿Sinónimo, anuncio o adelanto de lo que ocurrirá en el 2020?, no. ¿Forcejeo y nuevo balance de posiciones y fuerzas en el espectro político e ideológico?, sí.
Las elecciones de medio término, como lo indica su nombre, tienen lugar entre dos contiendas presidenciales. Se realizan a mitad de un mandato presidencial y tienen gran significado, toda vez que en estas se decide la composición de las dos entidades del Congreso: la total de la Cámara de Representantes, y la de una tercera parte del Senado, al mismo tiempo que se elige a una determinada cantidad de gobernadores de los estados, legisladores, así como a funcionarios gubernamentales en ese nivel y también en el municipal.
Este proceso conforma un espacio en el que se manifiestan respaldos y rechazos populares tanto a la figura presidencial como al partido que representa. Ello aporta un valor agregado al evaluar de conjunto la fortaleza o debilidad de un presidente y de su Gobierno, de cara a su eventual reelección, dos años después, si bien no constituyen una anticipación o vaticinio de lo que sucederá entonces.
A diferencia de los comicios presidenciales, las recientes elecciones giran en lo fundamental en torno a temas de interés local, estadual, regional, en tanto cuestiones nacionales como la política exterior o la macroeconomía pasan a un segundo plano, y la asistencia de los electores a las urnas suele ser menor, salvo en circunstancias en las que el entorno nacional esté signado por la crisis —o percepciones de crisis—, por un clima extendido de insatisfacción, desconfianza, cuestionamiento a la gestión gubernamental y al liderazgo presidencial, acrecentándose la motivación y disminuyendo el abstencionismo.
El contexto que rodea a las recientes elecciones de medio término responde, justamente, a una situación como la descrita. Las encuestas reflejaban un considerable nivel de crítica y descontento ante el desempeño del presidente Donald Trump. Sus pasos hacia adelante y hacia atrás, palpables en los frecuentes nombramientos y destituciones de funcionarios, sus confrontaciones con los medios de comunicación y la comunidad de inteligencia, los contrastes entre sus reiteradas declaraciones grandilocuentes y amenazantes ante problemas internacionales, de un lado, y de otro, sus reconsideraciones o rectificaciones, dibujan un cuadro de incertidumbre y desconcierto, que se ve acompañado por el repudio que provocan sus posturas misóginas, xenófobas, racistas.
A pesar de la cosecha que ha obtenido en sus dos años de Gobierno, al reducir, por ejemplo, el nivel de desempleo, el apoyo a Trump en estos comicios se vería limitado a las bases sociales y electorales que hicieron posible su elección en el 2016 (sectores de clase media y obreros, de población blanca adulta, de áreas rurales y suburbanas que vieron afectados su nivel de vida por políticas anteriores, junto a exponentes del capital industrial ligados a bienes raíces, construcción, energía, agricultura y esfera militar). En tales sectores se produjo un reforzamiento cualitativo del apoyo a Trump.
La participación ciudadana en las elecciones fue elevada, explicándose ello por el contexto aludido, y por la naturaleza social de los temas que movilizaron el voto: salud, inmigración, economía personal y familiar, inseguridad pública asociada a la violencia y las armas. Ese entorno estuvo marcado por la polarización política, la crisis cultural, la sensación de que el país ha perdido el rumbo y de que la brújula presidencial ha extraviado los puntos cardinales.
No pocos análisis consideraron que dichas elecciones representarían una especie de plebiscito o referendo, cuyos resultados dejarían claro si Trump se mantendría durante los dos años que restan hasta la próxima elección, en el 2020. En rigor, semejante punto de vista sobredimensiona su significación.
Los resultados electorales reflejaron inconformidad con Trump, pero a la vez, con el Partido Republicano que ocupa la Casa Blanca. Quizás más de esto último, en la medida que los demócratas fueron percibidos como una alternativa.
A contrapelo de una cierta pauta que visualizan los analistas especializados cuando examinan las elecciones de medio término, según la cual el partido en la oposición tiende a imponerse en las dos cámaras del Poder Legislativo como mecanismo compensatorio del lugar que el partido del presidente ocupa en el Poder Ejecutivo, ello no ocurrió. De ahí que valga la pena insistir en el carácter relativo o limitado de la victoria demócrata, restringida a la Cámara Baja. En síntesis, no se produjo la posible “ola azul”.
La envergadura del giro no resultó tan definida como muchos esperaban. Las atribuciones específicas de ambas cámaras y la correspondiente preeminencia demócrata o republicana en ellas prodrían propiciar un contrapunteo entre el estancamiento y la inercia debido a las posibilidades de que, por una parte, se obstaculice la agenda republicana y presidencial, mientras que por otra se facilite la confirmación de los funcionarios ejecutivos o judiciales que proponga Trump.
*Profesor del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) y presidente de la Cátedra Nuestra América y Estados Unidos, de la Universidad de La Habana