Parece natural que un programa de las Estrellas del Ballet Americano rinda homenaje a la figura esencial del movimiento coreográfico estadounidense en el siglo XX; un creador que “esculpió” un estilo, una manera singular de componer que fusionaba, sin traumas, la gran tradición clásica (forjada en Europa) con los aires de modernidad del otro lado del Atlántico: George Balanchine.
Hubo piezas emblemáticas de Balanchine en la temporada del teatro Mella, pero también pinceladas de coreógrafos más cercanos en el tiempo. Lo interesante es que, por más que se alejen del universo temático y los ámbitos creativos de Balanchine, el pulso del maestro casi siempre resulta evidente en el estilo y en la técnica que lo sustenta.
Giros y saltos de infarto, trabajo cuidadoso y preciso con las piernas, limpieza en las dinámicas de pareja, ya sea en un neoclásico especialmente lírico o en una pieza mucho más cercana a eso que llamamos “cultura popular”.
El público aplaudió el buen gusto de todo el espectáculo y se entusiasmó por las propuestas de manifiesto virtuosismo, como la trepidante Tres hombres (coreografía de Denys Drozdyuk, Daniel Ulbritch y Lex Ishimoto, interpretada por los dos primeros junto a Joseph Gatti).
Y también en el Mella, Carmina Burana
Lo primero que llama la atención del Ballet del Gran Teatro de Ginebra es su elenco multinacional: son poco más de una veintena de bailarines… ¡de 14 nacionalidades!
Carmina Burana, la coreografía de Claude Brumachon a partir de la celebérrima partitura de Carl Orff, parece honrar esa diversidad. Se trata de un espectáculo pletórico de marcas culturales, en el que se entrecruzan disímiles lógicas del movimiento, poéticas que dialogan o se contraponen.
La relación del individuo con el grupo es aquí más que una simple metáfora de la historia y la sociedad: es catalizadora de dinámicas, que toman de aquí y allá múltiples referentes y explicitan situaciones problemáticas.
El rito se concreta desde un impulso tribal, que deja espacio sin embargo a la expresión de la individualidad. Las líneas de la danza se diversifican y coexisten en paralelo: por un lado, lo más terrenal (impulso raigal de los hombres); por el otro, lo icónico, la idealización de la existencia, la “construcción” del mito. Es interesante el momento en que las dos líneas se tocan. Se extrañó, eso sí, un poco más de homogeneidad en los unísonos.
Desde Praga
El Ballet Nacional Checo (radicado en el Teatro Nacional de Praga) presentó en la sala Covarrubias un programa en el que se alternaron (en sucesión ininterrumpida) piezas de la tradición decimonónica del ballet (del romanticismo al clasicismo) y creaciones de coreógrafos contemporáneos.
Los clásicos fueron bailados generalmente con sensibilidad y estudiada contención (aunque con claras diferencias en la capacidad técnica: algunos bailarines son todavía muy jóvenes). No obstante, salvo en el pas de deux de Don Quijote interpretado por Alina Nanu y Ondrej Vinklát, no hubo grandes demostraciones, esas “acrobacias” que tanto excitan al auditorio.
Sin embargo, la selección más contemporánea reservó agradables sorpresas, entre ellas Vértigo, de Mauro Bigonzetti, un pas de deux que transita de la penumbra a la luz, en ciclos muy sugerentes, en el que se lucieron Kristýna Nemecková y Giovanni Rotolo. Danza de poderosa e inspirada poesía.
Cuestión de pensamiento y atmósferas
Las densidades conceptuales de Siren (Danish Dance Theatre, coreografía de Pontus Lidberg) quizás lleguen a abrumar a algunos, pero la belleza del entramado y de las imágenes pueden reconciliar al abrumado.
Las metáforas por momentos son muy diáfanas, pero a veces se oscurecen, se regodean en un hermetismo que provoca e inquieta al espectador… hasta que se asiste otra vez a un alumbramiento.
Tratar de encontrar líneas argumentales “lógicas” resulta complicado en una propuesta que se debate en lo onírico, pero es posible comulgar con ciertos impulsos líricos. La obra está bien estructurada, aunque en ocasiones la exposición se ralentiza más de la cuenta: abundan y se extienden las “mesetas” entre los puntos de más intensidad.
Los bailarines (incluido el propio Lidberg) participan activamente en la recreación de una atmósfera que los acoge e integra: personas que se mueven entre la bruma, buscando (y encontrando) un camino.
El reconocido fotógrafo estadounidense John Rowe presenta en el vestíbulo de la sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso la exposición Detrás del telón, 26 instantáneas que develan el esfuerzo y el empeño que sostienen al Ballet Nacional de Cuba. Se trata de un ensayo sobre el trabajo (muchas veces oculto al público) de bailarines, maestros, ensayadores y técnicos. Mientras, en ese mismo lugar el estadounidense Eric Politzer y el cubano Ramsés H. Batista exhiben la muestra Paralelos, que recrean diferentes aristas de los bailarines de la compañía.
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