Eufemio Navas Rodríguez cada vez que asistió a un Primero de Mayo a la Plaza en la Revolución Comandante Ernesto Guevara, de Santa Clara, lo hacía con orgullo por ser Héroe del Trabajo de la República de Cuba, pero también con nostalgia porque dejaba atrás su vieja locomotora de vapor, en la que laboró más de medio siglo.
Muchas veces me confesó que solo la abandonaba en días muy señalados. Recuerdo que una vez hasta me dijo que no la llevaba a la Plaza porque allí no había rieles, sino pitarían de lo lindo en la concentración.
Hoy cuando la muerte se apoderó de su anciano cuerpo, no puedo sustraerme a sentirlo hablar en medio del ruido de la cabina y verlo pendiente para que no faltara agua en la caldera de combustión.
Lo recuerdo junto a su eterna enamorada: su vieja máquina del año 1914, una de las más antiguas locomotoras de vapor que transitó por los campos cubanos. Esa que nunca le falló ni cuando una vez se quedó seca subiendo una loma por Palma Sola con una inmensa carga.
Me contó que en abril 1964, pasó en ella 71 horas porque el central no podía parar, “había que llegar con la materia prima fresca, para que rindiera más”. Caridad, su esposa, cuando sabía que estaba en el basculador iba con una taza de café y le llevaba los muchachos para que los viera. Es que “solo había tiempo para coger agua para la caldera de la locomotora y virar”.
Ese era Navas, un hombre de poco hablar, de noble rostro, de expresión sincera y humilde que sintió amor por su oficio desde la primera vez que se montó en una locomotora, en ellas envejeció y realizó más de 50 contiendas, todas con resultados sobresalientes, tirando caña para la empresa azucarera Quintín Banderas, de Corralillo, Villa Clara.
Me parece escucharlo; pausado, con una sonrisa leve y calida en su rostro: «El tramo hasta el central es largo, pero las noches de luna llena son las que más me gustan, saco la cabeza por la ventanilla y veo los vagones en una hilera interminable, los veo doblar las curvas, todos ajiladitos y parejitos, así soy el hombre más feliz del mundo”; ciertamente tenía razones para serlo porque fue de los que lo dan todo sin pedir nada, de los que conciben el trabajo como el sentido exacto y útil de la existencia.
Por él, un simbólico pitazo nostálgico de locomotora se escuchó en los campos de caña por los que transitó, en un hasta siempre por su memoria.