A la ciudad hondureña de El Progreso llegaron los primeros colaboradores cubanos de la Salud después del paso destructor del huracán Mitch, hace casi 20 años
La ciudad de El Progreso es la tercera más importante en cuanto al movimiento laboral y comercial de Honduras. Pertenece al Departamento de Yoro. Por mucho tiempo tuvo el nombre de Santa María de Canaán del Río Pelo.
Por estar cerca de uno de los ríos más grandes y caudalosos de esa nación la nombran La Perla del Ulúa. Tiene una extensión territorial de 547.5 km². Casi el 50 % de la población, de unos 310 mil habitantes, está valorada como pobre.
El río Ulúa, de unos 400 km de extensión e innumerables afluentes, tiende a crecer su caudal en forma desmedida a causa de las lluvias. Esa fue la razón principal por la que al paso del huracán Mitch se desbordara y afectara notablemente a esa ciudad y muchas localidades próximas a él en ambas márgenes, y a sus habitantes.
Debido al desastre que causó, la primera brigada de colaboradores cubanos que llegó a inicios de noviembre de 1998 a Honduras fue ubicada en El Progreso. Estaba formada por unos 30 médicos, enfermeras y enfermeros. Algunos laboraban en el hospital principal y otros en un Centro de Salud, en el cual solo se realizaban consultas, pues no existían condiciones para hacer exámenes complementarios.
El fotógrafo y yo llegamos a esa ciudad temprano en la mañana, procedentes de La Ceiba, donde habíamos establecido nuestro “puesto de mando”. Desde donde nos dejó el ómnibus un taxi nos llevó hasta el instituto politécnico Perla del Ulúa, donde se alojaban los hombres, pues las mujeres estaban ubicadas en una casa. Atravesamos el plantel y de pronto estuvimos en un enorme salón lleno de catres por todos lados. No había divisiones y mucho menos privacidad. Las mochilas y la ropa estaban tiradas en el suelo.
El coordinador (jefe) de la brigada nos recibió muy “amablemente”: “Para ustedes no hay catres”. O sea, literalmente quiso decirnos que dormiríamos en el piso de cemento o en el césped que rodeaba el local. Conté hasta 100 para no responderle. Soltamos las mochilas en un rincón, agarramos la agenda y la cámara fotográfica. Como preguntando se llega a Roma, pudimos llegar hasta el Centro de Salud. Estuvimos en las tres consultas que funcionaban con médicos cubanos, especialistas en Medicina General Integral (MGI). Los entrevistamos a ellos y a los pacientes, siempre agradecidos y muy pobres todos.
Al terminar nos sentamos en un banco que estaba en un largo pasillo. A mi lado un niño de unos cinco años vendía hojaldras, algo similar a lo que en Cuba se conoce por empanadas. Conversé con él. Me dijo su nombre que no olvidaré nunca: Orly, y me contó que su mamá “lavaba y planchaba ajeno”, o sea, para otras personas, que su hermanita vendía naranjas, que no podía ir a la escuela porque el “pisto” (dinero) no alcanzaba para pagar la matrícula y que quería ir a Cuba a estudiar Medicina. Le di un Lempira como si fuera a comprarle una hojaldra, pero no la tomé. Sería uno más para él.
Era 5 de enero. El siguiente sería el Día de los Reyes Magos. Le pregunté a Orly si alguna vez había tenido algún juguete. “Nunca señor, nunca”, me respondió y bajó la cabeza. Me lo imaginé con su palangana llena de hojaldras parado frente a las vidrieras de las tiendas y los mercados mirando la enorme variedad de juguetes en exhibición. Le dije que nos veríamos al otro día, a la misma hora en el Centro de Salud, para hacerle una foto. Asintió con su cabeza.
Regresamos al instituto politécnico. Un enfermero y un médico, habaneros ambos, nos ofrecieron solidariamente sus catres para dormir. Ellos irían a las viviendas de unas amistades hondureñas.
Al otro día, bien temprano, fui a una tienda y a pesar del poco dinero disponible compré un carrito, con unas gomas grandísimas, y lo eché en la mochila. Cuando llegué al Centro de Salud ya Orly estaba allí con sus hojaldras. Le tomamos una foto. Y le entregué el juguete. Él no sabía qué hacer. Extendía la mano y la recogía. Al fin lo agarró y lo apretó contra su pecho. Comenzó a llorar, y yo con él. Ese 6 de enero cumplía en Cuba un año más mi hijo mayor. Ese fue el mejor regalo que pude hacerle en la distancia.
Cuando Orly se calmó, contemplaba el carrito como si tuviera el sol entre sus manos. Y me dijo: “Gracias señor… Hágale una cartica a mi mamá para que no piense que me lo robé”.
Estuvimos seis días en esa ciudad. Entrevistamos también a los colaboradores que laboraban en el hospital. Tuvimos además, la “suerte” de conocer personalmente al tristemente célebre Roberto Micheletti Bain, quien en ese momento se postulaba para presidente de Honduras y fue a reunirse con los cubanos en una suerte de maniobra propagandística.
De El Progreso nos llevamos el cariño de Orly, quien buscaba la forma de encontrarse conmigo cada día, la consagración de los primeros colaboradores cubanos que llegaron a Honduras, la solidaridad y amistad expresada por el médico y el enfermero que nos ofrecieron gentilmente sus catres, y la imagen de una localidad de calles polvorientas, personas amables y de muy poco progreso.
(Continuará)