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Varados en Ahuas (XII)

Como les conté la semana pasada, llegamos a la aldea Ahuas, la principal del municipio del mismo nombre, en el Departamento hondureño de Gracias a Dios casi al anochecer, procedente de Krausirpe, donde nos encontramos con uno de los colaboradores cubanos llegados a ese país después del paso del huracán Mitch.

Los cuatro miembros de la “comitiva”, o sea, el coordinador de la brigada médica en esa región, el representante de la organización religiosa que nos apoyaba solidariamente, el fotógrafo y yo, nos levantamos temprano, porque era mejor estar de pie que en los camastros mugrientos del hospedaje. Salimos a buscar donde desayunar, previa orientación del dueño del local y su compañera, la mujer sin nombre.

Un poquito de huevo revuelto, dos rodajitas de pan duro y un café nos costaron tres dólares a cada uno. La selva no cree en lágrimas. De aquella choza sobre pilotes, como casi todas, salimos directamente a la “terminal aérea”, una pequeña casa de madera con techo de fibrocemento. Al lado estaba la “pista” con dos largas huellas dejadas por el paso de las gomas del tren de aterrizaje.

Nos recibió amablemente una joven india. La saludamos. “Suyapa, para servirles”, nos dijo. Ese nombre abunda en todo el territorio hondureño, porque es el de la virgen patrona de ese país. “Les tengo una mala noticia. La avioneta que debe venir hoy está rota en Puerto Lempira”. Así lo expresó, tranquilamente, como si estuviéramos en París, Roma o Nueva York, donde si falla el vuelo puedes disfrutar de museos, bares y cantinas, paseos… En Ahuas todo se resumía a pequeñas casas por doquier, una escuela (con una construcción bastante confortable, por cierto), y el hospedaje inmundo que nos “cobijaba”.

Aeronaves pequeñas, como la que aparece en la foto, son las que unen a las aldeas de la selva hondureña con Puerto Lempira, la ciudad de La Ceiba y otras localidades de ese país. Foto: http://www.lesvants.com

 

“Ahora sí está bueno esto”, dije, porque ciertamente estaba deseoso de salir de la selva y regresar, aunque fuera a la media civilización de Puerto Lempira, donde se pudiera respirar diferente. “¿Y ahora qué hacemos?”, preguntó el fotógrafo que siempre trataba de hacerse pasar por ingenuo, aunque no lo era para nada. “A pie no nos podemos ir”, le respondí y todos reímos. No quedaba de otra; había que esperar.

Me fijé que sobre una mesa de madera estaba una planta de radio, la cual era, como nos explicó Suyapa, la única vía de comunicación con el mundo real, las aeronaves y los aeropuertos de Puerto Lempira y el Golosón, de la ciudad de La Ceiba, este último a miles de kilómetros de distancia.

Retomamos el camino y el tedio comenzó a apoderarse de nosotros. Estábamos varados en Ahuas y sin perspectiva alguna de salir de inmediato. Comencé a recorrer la aldea. Aprecié de nuevo a los indios en las hamacas coloridas con un bebé entre los brazos, meciéndolos constantemente, mientras las mujeres, con coas (palo aguzado que se usa en la labranza) en sus manos, abrían pequeños hoyos en la tierra detrás de las casuchas y sembraban yuca. La imagen me llevó muy atrás, a las clases de historia en la enseñanza primaria, cuando los maestros nos explicaban las formas de cultivo para la subsistencia de los indios taínos en Cuba, antes de la llegada de los conquistadores españoles y el extermino al que fueron sometidos.

Regresé al hospedaje, busqué en la mochila y saqué un libro que me habían regalado en la ciudad de La Ceiba. Trataba de la historia de ese país, de la rebeldía del indio cacique Lenca llamado Lempira, de la grandeza de Francisco de Morazán… Estaba interesante, pero me costaba trabajo concentrarme. Solo pensaba en la posibilidad de viajar a Puerto Lempira.

Así pasaron dos tediosos días.

Al tercero me fui a la “terminal aérea” y le pedí permiso a Suyapa para utilizar la planta. Accedió, gentil, pero antes evocó una leve sonrisa fácilmente comprensible.

¡Ahuas para Puerto Lempira!, ¡Ahuas para Puerto Lempira! Nadie contestaba.

¡Ahuas para Golosón!, ¡Ahuas para Golosón! Nadie respondía.

Lo dije una y otra vez, hasta el cansancio.

Suyapa me dijo que iría a su casa a prepararles el almuerzo a sus hijos y regresaría por la tarde, que si me iba cerrara y me llevara la llave. Pero allí me quedé.

¡Ahuas para Puerto Lempira!, ¡Ahuas para Puerto Lempira! Nadie contestaba.

¡Ahuas para Golosón!, ¡Ahuas para Golosón! Nadie respondía.

Pasó el mediodía. No fui a almorzar.

Como a eso de las dos de la tarde, repetí: ¡Ahuas para Golosón!, ¡Ahuas para Golosón!

Había que “subir la parada” y dije: Cuatro médicos cubanos estamos varados aquí; necesitamos volar cuanto antes a Puerto Lempira.

Pasado un minuto respondieron:

“¡Golosón para Ahuas! ¡Golosón para Ahuas! A las 4:15 aterrizará ahí un Cessna con cuatro capacidades para los médicos cubanos”.

Cerré la puerta, pasé por la casa de Suyapa, le di la información y caminé apresurado al hospedaje. Le indiqué a mis compañeros que recogieran las mochilas. En un santiamén estábamos cerca de la pista. Exactamente a esa hora divisamos la aeronave en operación de aterrizaje. Viajaba con algunos pasajeros, pero nuestras capacidades estaban reservadas. Subimos como si fuera la salvadora barca de Noé.

Volamos entre las nubes. El avioncito Cessna se estremecía. Pero ni caso le presté. Solo pensaba en llegar a Puerto Lempira y comenzar a escribir todo lo recopilado.

Aterrizamos. Al descender aprecié a un lado de la pista (terraplén) un avión grande, de color verde olivo, con las siglas Air Force USA. ¿Y esto qué cosa es?, me pregunté.

Pero ese será el tema del relato de la próxima semana.

(Continuará)

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