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De chocolate y melocotón

Amiriz todavía se asombra y se admira de la capacidad de Fidel de dedicarles tiempo a los asuntos más extraordinarios y a los detalles más pequeños. Foto: De la autora

Amiriz todavía se asombra y se admira de la capacidad de Fidel de dedicarles tiempo a los asuntos más extraordinarios y a los detalles más pequeños. Foto: De la autora

Desde siempre Fidel demostró un extraordinario humanismo que se agigantaba cuando de niños y niñas se trataba; el testimonio de esta joven santiaguera lo confirma

Amiriz Ferrán Rodríguez es una de las tantas cubanas que lleva bien adentro el agradecimiento y el cariño infinitos por Fidel, pero en ella la frase tiene sentido metafórico y también literal.

Nació marcada por una malformación poco común, que se presenta en uno de cada 50 mil bebés: extrofia vesical (la pared abdominal no cierra, lo cual trae como consecuencia que la vejiga quede visiblemente expuesta).

Amiriz todavía se asombra y se admira de la capacidad de Fidel de dedicarles tiempo a los asuntos más extraordinarios y a los detalles más pequeños. Foto: De la autora

A sus 33 años, después de haber echado por tierra agoreros pronósticos, “que si no pasaba de los 5, de los 15, o de los 25”, Amiriz no deja de repetir una frase que solo ella y los que han estado muy cerca comprenden cabalmente: “Gracias a Dios nací en la Cuba de Fidel”.

Para entender su historia hay que echar el tiempo atrás, allá por septiembre de 1984, cuando abrió los ojos al mundo en la ciudad de Santiago de Cuba.

“Por aquel entonces no había experiencia quirúrgica en una patología como la mía, solo en la capital se daban los primeros pasos en ese tipo de operación, con resultados no muy halagüeños, particularmente en el caso de las hembras”, comenta mientras reaviva en su memoria lo que tantas veces ha escuchado contar a Norma Esther y a Alejandro, unos padres entregados por completo a su hija, cuyo aliento ha sido otro acicate de esperanza para esta joven hermosa y coloquial, cuyos ademanes de maestra le son imposibles de ocultar.

“A los pocos meses de nacida me llevaron para el hospital infantil Pedro Borrás Astorga, que por aquel entonces era un referente obligado en materia de atención pediátrica. Allí los doctores Josefina y Aurelio, urólogos, y Lorié, ortopédico, alertaron de los riesgos que implicaba llevarme al quirófano, mucho más con los antecedentes que existían, pero mis padres pusieron toda su confianza en el equipo multidisciplinario creado para atenderme y se realizó la operación.

“Tal fue su éxito que la prensa se hizo eco de todo aquello, y coincidió con el desarrollo, en el propio hospital, de un congreso internacional de urología donde, según cuentan, me convertí en el centro de la atención; y, por supuesto, hasta allí fue Fidel, constantemente preocupado y ocupado por la salud del pueblo. Él siempre estimuló el desarrollo científico del país y no podía quedarse sin compartir aquella gran alegría.

“Llegó hasta mi cuna, y así como era, tan especial, tan humano, preguntó hasta la saciedad: ‘¿Cómo extender la experiencia médica a otras provincias? ¿De dónde es la niña? ¿En qué condiciones viven?…’.

“Papi le explicó en el orden personal todo cuanto quería saber, y tras el diálogo, el Comandante le dijo que para contribuir a mi recuperación, en nombre de la Revolución, la familia recibiría un apartamento, y así fue; resultamos de los primeros habitantes del reparto Abel Santamaría.

“Pero ya se sabía que una y otra vez tendría que volver a La Habana, al hospital y, desde luego, al salón, cosa que sin duda Fidel retuvo en su memoria prodigiosa. Cuál no sería la sorpresa de mis padres cuando un tiempo después, cercana yo a los cuatro años de edad, regresó el Comandante y volvió a pasar por mi cama y enseguida se acordó de la niña santiaguera.

“De esa visita tengo recuerdos a retazos, pues era bien pequeña, pero no olvido, por ejemplo, que él hablaba con mami y papi sin dejar de pasarme la mano por la cabeza, y que en un momento le acaricié la barba.

“Dicen que yo tenía un excelente desarrollo del lenguaje, tal vez por eso, según me cuentan, Fidel habló un poquito conmigo y me preguntó qué me gustaría tener allí mientras estaba ingresada —anualmente eran casi seis meses de hospitalización, pues en total me han practicado 27 intervenciones quirúrgicas—, y le dije: helado de chocolate y dulce de melocotón.

“A partir de ese momento nunca me faltaron; cuentan mis padres que en ocasiones el director pasaba y les comentaba que el Comandante lo había llamado para saber de la evolución de la niña santiaguera y si le estaban dando lo que tanto quería”.

Cada vez que Amiriz narra la experiencia, aprieta los ojos y traga en seco. Si por aquel entonces era solo una pequeña muy enferma, que en medio del dolor se contentaba al saborear su helado y dulce favoritos, a estas alturas de la vida, ya recuperada, graduada con Título de Oro de maestra primaria y Máster en Educación, no puede menos que aquilatar el extraordinario humanismo de un hombre que siempre tuvo un singular apego por las niñas y los niños, algunos de los cuales tienen, al igual que ella, una historia personal con Fidel, marcada por los mimos y cariños de alguien que supo ser como un padre o un abuelo muy especial.

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