Después de permanecer unos días en la ciudad de La Ceiba, junto con un reducido grupo de colaboradores cubanos de la salud, cuyos integrantes nos acogieron como hermanos, el fotógrafo y yo, por ese entonces periodista del diario Granma, cumplimos un compromiso: viajar a Roatán, una de las tres Islas de la Bahía, asentadas al norte de la costa hondureña. Las otras dos son Utila y Guanaja.
Cuando distribuyeron a los médicos y enfermeros y enfermeras por las diferentes regiones del país le correspondió al doctor camagüeyano Andrés Dandie Marchellet, un excelente pediatra, volar hasta Roatán, donde laboraría en el hospital principal, pero sería el único compatriota allá. Al despedirse me dijo: “Caramba, periodista, no dejes de ir a verme…, la nostalgia me va a matar”.
Bien temprano en la mañana llegamos el fotógrafo y yo al aeropuerto Golosón y compramos los boletos (nada baratos, por cierto). Antes de despuntar el sol estábamos dentro de un avión de pequeño porte de Aerolínea Sosa (lleva el apellido del dueño). Despegó y como a los 10 minutos un aguacero dijo “aquí estoy y los acompañaré hasta Roatán”. A medio andar sentí caer algo en mi cabeza y eran gotas de lluvia que se filtraban por el fuselaje de la vieja nave de fabricación checa. No comenté nada, pero el temor aumentó.
Con pésimas condiciones climatológicas aterrizamos en el aeropuerto de la isla, donde nos esperaba el doctor cubano. En un yipe nos trasladamos hasta el hospital donde laboraba. Con orgullo nos presentó a todo el personal médico y paramédico. Ya Andrés era muy querido por toda la población del lugar. Allí nunca había permanecido de manera fija un pediatra y la cantidad de niños residentes era considerable, sobre todo en las comunidades formadas por los garífunas (grupo étnico descendiente de africanos y aborígenes originarios de varias regiones de Centroamérica y el Caribe), con quienes compartimos poco más tarde.
Andrés nos habló de que ya no se sentía tan solo y aunque extrañaba su casa y la familia, había hecho muy buenos amigos que lo atendían y visitaban. Nos invitó a un recorrido por la bella isla, dedicada fundamentalmente a un turismo muy caro, con excelentes hoteles, casi todos con categoría de Cinco Estrellas y construidos muy cercanos a las playas, muy parecidas a la de Varadero y las de los cayos del norte de Cuba.
“Los llevaré a la casa de Julio Iglesias”, dijo y enseguida pensamos que era una broma. El yipe se desvió a la derecha y paró justo en el parqueo de una residencia muy ostentosa, de color azul claro, parecida en su estructura exterior a un castillo medieval. Nos bajamos aún con dudas, llegamos a la puerta y un señor muy bien vestido saludó al colaborador cubano, quien le pidió nos dejara pasar para apreciar los bellos interiores. En el centro, una piscina enorme, con agua muy transparente, invitaba a un chapuzón. Andrés nos explicó que era una de las mansiones que el popular intérprete español tenía en varias regiones del mundo “Casi nunca viene por aquí, pero aquí tiene una casa”, manifestó, y emprendimos de nuevo el recorrido.
La otra cara de la moneda la encontramos en las comunidades garífunas asentadas en la costa norte de la isla. Personas amables, que hablan su propio idioma o el inglés, nos transmitieron el agradecimiento por la presencia del médico cubano después del paso devastador del huracán Mitch. El líder de la denominada Coxen Hole, una de las más pobladas, apuntó en un español bastante atropellado que el colaborador había llegado como un Dios salvador, pues los niños se enfermaban y había que trasladarlos en avión o barco a la ciudad de la Ceiba y muchas familias no tenían “pisto” (dinero) para pagar el pasaje. Entonces, morían por enfermedades perfectamente curables.
Nos despedimos de ellos, no sin antes hacernos algunas fotos, estrecharles las manos y cargar a los más pequeños.
En el reducido hospedaje de madera donde vivía el colaborador cubano terminamos de hacer la entrevista y como buenos cubanos al fin, sellamos el encuentro con un brindis, roncito por medio. “Bueno, se justifica, es domingo y ustedes están trabajando”, nos dijo el pediatra camagüeyano, lleno de alegría por nuestra presencia y el compromiso cumplido.
Al caer la tarde, el mismo avión nos trasladó a La Ceiba. Había sido una jornada maravillosa, sobre todo por conocer de primera mano lo que significa la estancia de un médico cubano en un sitio tan bello y a la vez tan desdichado por la pobreza extrema de muchos de sus habitantes, quienes no tienen forma alguna de pagar una consulta y mucho menos unos exámenes médicos.