Esperábamos la partida hacía casi dos meses. El Gobierno de Honduras, encabezado por el entonces presidente Carlos Roberto Flores Facussé, no firmaba el convenio de colaboración por presiones del Colegio Médico de ese país, cuyos directivos afirmaban que los cubanos les quitarían sus pacientes (más adecuadamente clientes).
Pero de pronto una llamada desde el Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba nos instaba a estar en La Habana cuanto antes. Los integrantes del equipo de prensa que éramos de territorios del país alejados de la capital (Guantánamo, Holguín, Las Tunas, Ciego de Ávila, Cienfuegos e Isla de la Juventud) partimos con prontitud y llegamos un sábado a la capital de la Mayor de las Antillas. Viajaríamos al otro día en un vuelo chárter, junto con los colaboradores cubanos que contribuirían a atender a los damnificados por el paso devastador del huracán Mitch en los sitios más apartados, y fortalecerían el maltrecho sistema de salud pública de ese país. Nos entregaron algo de dinero y en una breve reunión explicaron que aterrizaríamos en el aeropuerto internacional de la ciudad de La Ceiba, en el norte hondureño, y nos recomendaron que fuéramos disciplinados y nos cuidáramos mucho.
Para mí escuchar decir La Ceiba era como si me dijeran el desierto del Sahara. Ni la imaginaba ni la tenía registrada entre las ciudades más conocidas de Centroamérica.
La moneda nacional con que contábamos la gastamos en unas cervecitas en un bar cercano al hotel donde nos hospedábamos en La Habana. Esa fue la despedida “oficial” de “la tierra”, como nos gusta decir con orgullo de la Cuba nuestra.
A las 5: 00 a. m. nos recogió una guagüita Coaster que nos condujo hasta la terminal número 5 del aeropuerto internacional José Martí. Allí nos encontramos con los 40 colaboradores que serían nuestros compañeros de vuelo. Un IL 18 de la “época de la corneta” esperaba por nosotros. A mi lado viajó una enfermera intensivista capitalina que tenía cumplidas ya dos misiones internacionalistas, una en Angola y otra en Etiopía.
El vuelo transcurrió tranquilo. El evidentemente experimentado capitán de la nave nos contó de sus numerosos viajes transportando colaboradores hacia y desde países caribeños, fundamentalmente. “No se preocupen…, este es un avión seguro”, dijo quizás con la intención de tranquilizar nuestra incertidumbre, pues a todas luces el aparato estaba bastante viejo y usado.
Después de unas dos horas sobre el mar Caribe divisamos la costa norte hondureña. Me llamó la atención la multitud de viviendas con techos de zinc o fibrocemento. Alguien comentó que era debido a la posible ocurrencia de terremotos. A eso de las 10: 00 a.m. el IL 18 “se posó” sobre la pista. Estábamos en Honduras. La terminal del aeropuerto de la ciudad de La Ceiba mostraba un anunció con su nombre: Golosón. Ciertamente nunca he logrado saber qué significa. Pienso que los hondureños tampoco lo conocen con exactitud.
Bajamos y nos organizamos en una fila para pasar por la oficina de Inmigración. Fue entonces cuando me percaté de que era el único de los 47 pasajeros que viajaba con un pasaporte ordinario, de color azul, cuando el resto portaba uno rojo con la inscripción de pasaporte oficial. Me dije: “Usted verá qué usted va a ver…, que no me van a dejar entrar y me virarán para Cuba”. Con esa incertidumbre entre pecho y espalda llegué al ventanillo. Una amable mujer abrió el documento, se fijó en el nombre y la foto, hizo una marca en una lista y afirmó: “Bienvenido a Honduras”. ¡Pasé!
Un enjambre de periodistas ─con muchos de ellos estreché amistad posteriormente─ entrevistaron a médicos y enfermeras y también a integrantes del equipo de reporteros, formado por dos de la radio, tres de la televisión y dos de la prensa escrita.
Ya estábamos en Centroamérica con el propósito esencial de materializar una aventura humanitaria de ribetes extraordinarios.
(Continuará).