Aunque finalizó, siempre queda lo mucho que aporta a los cinéfilos. Dramas, comedias, documentales, algún animado; obras de ahora mismo junto a clásicos, han conformado el saldo en esta 21 edición del Festival de Cine Francés que recientemente llenó varias salas de la capital y el resto del país. El resultado fue más que positivo: cines llenos y un público receptivo, que enfrentó con fervor estéticas y poéticas alejadas del canon hollywoodense.
Ganador del Grand Prix de Cannes y representante por Francia al Oscar no hablado en inglés en su última edición, 120 pulsaciones por minuto, dirigido por Robin Campillo, vuelve a poner sobre el tapete un tema que respiró cierto agotamiento dada su recurrencia sobre todo durante la década de los 90 del siglo pasado: el VIH, fundamentalmente asociado con la comunidad LGTBI.
Sin embargo, el realizador retoma los inicios de la patología en Francia cuando la lucha allí de la ONG Act-Up (paralela a la homónima de New York) justamente en esos años los más álgidos de las confrontaciones entre enfermos e instituciones médicas, farmacéuticas y en definitiva estatales, y la alterna con la historia de amor desgarradora y trágica entre dos activistas, uno muy carismático y líder, VIH positivo, y otro no portador del virus.
Aun cuando la diferencia de esos latidos se deja sentir en el tempo de ambas zonas del relato, no es en ello donde radican los defectos del filme, pues, todo lo contrario, logra resolver (e integrar) tales segmentos con no poca eficacia, y uno se motiva tanto con las reuniones del grupo —que desplegó su activismo desde el performance hasta el discurso político, pese a sus contradicciones internas, según refleja la cinta— como con las escenas que muestran la evolución de la pareja, enfatizando en su intimidad.
Los problemas se concentran en la excesiva dilatación de su metraje (el propio realizador lo ha reconocido), en reiteraciones que le restan eficacia comunicativa, en redundantes escenas sexuales que poco o nada aportan, a pesar de lo cual, en sus mejores momentos (que son muchos) descuella por su audacia y su grito de alerta, aún vigente, contra la indolencia e incluso la criminalidad de instituciones que para lucrar, hacen oídos sordos a la tragedia. Desmedida y desbordada, la obra resultó polémica desde que se estrenó durante el pasado FINCL, algo que se acentuó en esta oportunidad, desatando tantas pulsaciones entre el público como indica su título. Vale resaltar también el nivel actoral, comenzando por el joven argentino Nahuel Pérez Biscayart en el protagónico.
El actor, que ha realizado una meteórica y exitosa carrera en Francia, es el coprotagonista de otra de las obras vistas en esta edición de la muestra: Nos vemos allá arriba, del también actor Albert Dupontel, con quien comparte el elenco. Finalizada la Primera Guerra Mundial dos compañeros de trincheras sobreviven estafando mediante la fabricación de monumentos a los caídos, el más joven de ellos por tratar de salvar al otro ha perdido parte de su rostro y se oculta bajo las más diversas máscaras.
Mediante un tono humorístico (difícil de conseguir dado el serio tema) el director arma un relato puntiagudo y vivaz, que nos mantiene pegados al asiento; azuza la corrupción, la lesiva falta de entendimiento entre hijos y padres, el irrespeto a los muertos en pro de lucrativos e inmorales negocios… y todo con agudeza y doble filo encomiables. Sobresalen la dirección de arte (las máscaras usadas y alternadas por el accidentado metaforizan las que además se ponen actores sociales peores que estos simpáticos estafadores), la música, la edición y el parejo nivel histriónico, incluidos los colegas de Dupontel y Pérez Biscayart.
En lugar del Sr. Stein propició el rencuentro con un comediante que fuera muy popular durante los años 80: Pierre Richard entre nosotros para presentar el filme.
Dirigida por Stepháne Robelin, se trata de una divertida sátira en torno a las ventajas e inconvenientes de Internet y las redes sociales, cuando el anciano viudo que personifica el actor recibe instrucciones de un joven contratado por su hija para que le aporte las herramientas que le permitan navegar y salir de su encierro. Comedia de equívocos, estos se sortean con buen pulso y se ofrece otro ángulo del recurrente trío: uno de los tales opera con la virtualidad, de modo que no solo pasamos un rato muy agradable sino que confirmamos que el ciberespacio es un arma de doble filo donde junto a las posibilidades comunicativas conviven el engaño y la falsedad, aunque a veces estas puedan arrojar nobles resultados.