Leer: remedio del alma

Leer: remedio del alma

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Foto: Carlos Rafael

Ni siquiera hoy, cuando mis dedos adoran deslizarse por táctiles pantallas, renuncio al placer de perderme, sin aplicaciones mediante, en los vericuetos de un buen libro. Ni siquiera hoy, cuando Internet se me ha vuelto religión que raya en el fanatismo, me resisto a navegar feliz entre los estantes de una biblioteca, y encontrar paz entre las polvorosas y amarillentas páginas de un buen libro.

Desde hace bastante tiempo la literatura me esclaviza. Era más pañoleta que gente cuando me zambullía ansiosa en los textos infantiles rusos que conservaba una prima, o en los que mi madre compraba luego de alguna cola maratónica, de esas que parecen cualquier cosa menos una fila de gente que apuesta por la cultura.

Así, cuando aún faltaba mucho tiempo para que abordara por primera vez un avión con destino a La Habana, ya había contemplado las aguas del Volga y el Sena, recorrido las calles de Kíev y París, disfrutado de Los Campos Elíseos, subido a lo más alto de la Catedral de Notre Dame, escalado las cumbres borrascosas de Inglaterra… Al igual que a Emily Dickinson, ninguna otra fragata me ha llevado tan lejos como el libro.

Pero, más que un “tour” imaginario por Europa o cualquier otra región, consumir literatura me aportó una libertad indescriptible. Con ella he podido, parafraseando a un escritor británico, construirme un refugio contra casi todas las miserias de la vida.

Sin embargo, a pesar de mi amor por las palabras y de autodefinirme como una polilla que sobrevive a las marejadas electrónicas, no puedo negar que de voraz lectora he descendido al escaño de leyente de medio tiempo. Simplemente me he dejado contagiar con cierta inercia enajenante que pulula por esta época.

Pero, si algo cuenta a mi favor, es el hecho de que al menos estoy en la fase en la que el enfermo es consciente de su padecimiento. Y créanme, estoy haciendo de todo para salvarme. Sobre todo porque, a pesar de que la literatura hoy rivaliza con otras formas de ocio, no siempre provechosas pero demasiado atrayentes, no dejo de pensar que, como dijera Kafka, ella “es siempre una expedición a la verdad”.

No obstante, lo peor es que muchos ni siquiera se enteran de que existe ese camino de placer para entender al mundo y a nosotros mismos, para beber la sabia de otros siglos o simplemente encontrar las contraseñas del presente. Unos cuantos solo caminan tras las más desdichadas canciones de reguetón y series televisivas, sobre las que construyen, no sé cómo, su filosofía de vida.

Pero, culpar a los extraviados por su desvío, sería la manera más fácil de hacer que la culpa no caiga en el piso. Y no me refiero solamente a los estragos de la penetración de la industria cultural. Ignorar lo poco atractivas que resultan muchas clases de literatura en los diferentes grados de enseñanza o las inhóspitas condiciones que rodean la promoción literaria, sería un fiasco imperdonable.

No hay dudas que la Feria Internacional del Libro es el suceso cultural más grande que acontece anualmente en Cuba. Pero tras el entusiasmo por obtener determinado volumen, no sé si permanece en la mayoría esa curiosidad por leer, esa sed de conocimientos que trasciende las fronteras de un espacio comercial.

Feria hay una vez al año, sin embargo, cientos de librerías permanecen cada día a la espera de gente que busque el mejoramiento humano a través de las letras. Vale la pena entonces  interiorizar las palabras de Jacques Beningne, quien afirma que “en Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma. En efecto, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás”.

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