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Céspedes, creador de la política exterior cubana

Doctor en Ciencias Históricas, Pedro Pablo Rodríguez

Tras la ocupación de Bayamo el 20 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes organizó un gobierno, o sea, una forma de Estado, al que situó entre sus tareas el reconocimiento internacional por otros Estados. Posteriormente la Constitución de Guáimaro estableció de hecho y de derecho un Estado republicano, por más que funcionase bajo una situación bélica reconocida bajo la denominación de República en Armas. En consecuencia, Céspedes ha de ser considerado un jefe de Estado en ambos momentos de la Revolución del 68.

Condiciones le sobraban para ello: su experiencia de vida, su ejercicio de la abogacía, su estudio de los sistemas políticos y de gobierno de su tiempo, su permanente interés por la política internacional, su vasta y ancha cultura son factores que lo prepararon para la difícil práctica de crear y conducir un aparato estatal en las peculiares condiciones de un país en guerra, con la mayor parte de su territorio en poder del enemigo y sin sede fija.

Más de un centenar de documentos conservados con su firma son un impresionante testimonio del intenso trabajo diplomático desplegado por los patriotas cubanos bajo la conducción de Céspedes. Es indudable, pues, que la diplomacia cubana nació en la manigua y fue tan heroica, diría yo, como la pelea con las armas en la mano.

Dos caminos esenciales sustentaron esa política exterior dirigida a lograr la meta suprema de la independencia: alcanzar el reconocimiento del Gobierno de Estados Unidos y de otros Estados de América y de Europa, y debilitar el apoyo internacional a la metrópoli mediante la denuncia de los males del colonialismo español y la criminal política de guerra practicada contra el pueblo cubano en su conjunto.

Ya desde el Manifiesto del 10 de Octubre, el primer documento que explica y justifica por qué se han tomado las armas dice en su título que está dirigido a sus compatriotas y a todas las naciones. Tal amplitud de “todas las naciones” obedece, a todas luces, a una intención propagandística para su más amplia difusión y también a la búsqueda de la comprensión y solidaridad internacionales para los patriotas cubanos que se enfrentaban a una potencia europea de larga data y relaciones internacionales bien abarcadoras.

Ello queda claro si se aprecia que Céspedes acude a un concepto muy propio del lenguaje entonces cuando justifica el recurrir a las armas ya que se sigue así “la costumbre establecida en todos los países civilizados”.

En el mismo escrito reitera más adelante que “el ejemplo de las más grandes naciones autoriza” al recurso de las armas. “Grandes naciones”, obviamente, es otra manera de referirse a esas naciones civilizadas a las que Cuba imita, a su juicio, con similar grandeza entonces. Y para que no quede duda alguna continúa diciendo “a los demás pueblos civilizados”, que debían “interponer su influencia para sacar de las garras de un bárbaro opresor a un pueblo inocente, ilustrado, sensible y generoso”. Por eso expresa la aspiración cubana de este modo: “Solo queremos ser libres e iguales como hizo el Creador a todos los hombres”. Y más adelante expresa que “los pueblos civilizados” deben reprobar a España.

De ese modo, Céspedes se apropia con sentido descolonizador de la contraposición entre civilización y barbarie para señalar, en sentido diferente a su uso más frecuente en aquella época que España, la metrópoli, era la bárbara frente a Cuba, una colonia civilizada. Por ello, la mayor parte del Manifiesto se dedica a enumerar y analizar las muestras de barbarie de la dominación colonial.

A los pocos días de ocupar el cargo de capitán general que se autodesignó luego de entrar en Bayamo, Céspedes escribió una extensa exposición al secretario de Estado de Estados Unidos, en la que le solicitaba el reconocimiento de la beligerancia cubana por “las naciones civilizadas y libres”, “para así lograr que España respete el derecho de gentes y los fueros de la humanidad”. Reconocer la beligerancia de Cuba era un modo implícito de reconocer su existencia como Estado y legalizaba los actos de la dirección patriótica en el plano internacional. Por eso repite varias veces en escritos posteriores la disposición del doble curso de la acción diplomática cubana: hacia Estados Unidos, la potencia emergente y más cercana, ya con intereses en Cuba y donde se ubicaba la mayoría de la emigración patriótica y trabajadora cubana, y la relación con otros Estados para que, al menos, no apoyasen a España.

Preocupado por la tendencia anexionista que apreciaba en algunos patriotas, Céspedes les orienta inicialmente a los representantes cubanos sondear cómo era vista tal postura en las esferas oficiales del vecino norteño, a la vez que urge a ampliar el ámbito de la acción diplomática hacia otros Estados de América y de Europa. Pero, tras repetidos intentos para lograr el reconocimiento de la beligerancia cubana por el Gobierno estadounidense, Céspedes comprende que no existía esa disposición y declara: “No era posible que por más tiempo soportásemos el desprecio con que nos trata el gobierno de Es. U., desprecio que iba en aumento mientras más sufridos nos mostrábamos nosotros. Bastante tiempo hemos hecho el papel del pordiosero a quien se niega repetidamente la limosna y en cuyos hocicos por último se cierra con insolencia la puerta… no por débiles y desgraciados debemos dejar de tener dignidad”.

Perdida la esperanza de una modificación en la postura de Washington, ya presidente de la República en Armas y hasta su deposición el 27 de octubre de 1873, su gestión en cuanto a la política exterior se encamina, por un lado, hacia otras personalidades de la clase política y de la sociedad estadounidense, a la vez y, por otra parte, refuerza su accionar hacia otras naciones.

De su puño y letra escribe a personalidades políticas de la nación vecina, a periodistas, a representantes de instituciones solidarias con la independencia cubana. De ese modo procuraba el crecimiento de posturas favorables a la pelea patriótica, que pudiesen inducir a un cambio en el gobierno.

También a otros Estados y gobernantes les solicita el reconocimiento de la beligerancia o trata de que ejerzan una diplomacia contraria a la dominación española sobre la Isla. A lo largo de su ejecutoria escribe al presidente de Chile y en dos ocasiones a Benito Juárez, el mandatario mexicano; al gobierno provisional de la República francesa y al presidente de Ecuador. Al rey de Italia se dirigió en enero de 1871 para que hiciera llegar a su hijo, el rey de España, Amadeo I, la propuesta de que si aceptaba la independencia, Cuba le concedería ventajas a su antigua metrópoli. Al congresista colombiano Carlos Holguín le agradece el haber presentado en las Cámaras legislativas de su país varias resoluciones favorables a los patriotas cubanos. Responde a una carta del político y general venezolano José Ruperto Monagas. En febrero de 1872 agradece a Tomás Guardia, presidente de Costa Rica “sus nobles palabras sobre Cuba y su lucha”. A la reina Victoria la felicita por el restablecimiento de su hijo, el príncipe de Gales, al tiempo que le agradece por el trato y las deferencias de las autoridades británicas de Jamaica con los cubanos allí establecidos.

Durante sus mandatos al frente de la insurrección cubana, Carlos Manuel de Céspedes diseñó, dispuso y ejecutó en buena medida, con habilidad y astucia indudables, la política exterior de aquel Estado trashumante que procuró insertar a Cuba en el ámbito de las relaciones internacionales en función de la independencia. Como en la acción armada para la liberación, fue Céspedes también el iniciador de nuestra aparición como Estado en el campo de la diplomacia y las relaciones internacionales.

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