El término lawfare —law (ley) y warfare (guerra)— no está reconocido por los académicos que sientan pauta en el idioma inglés, entre ellos los de Oxford Dictionaries, pero en Latinoamérica sirve desde hace algunos años para nombrar al feroz depredador que han lanzado contra las fuerzas de izquierda.
En diciembre pasado una de sus víctimas, la senadora argentina y expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, lo definió como “la utilización del aparato judicial como arma para destruir la política y a los líderes opositores”.
Pero tal estrategia, para ser exitosa, requiere estar articulada con los medios de comunicación y las redes sociales pues intenta resquebrajar el prestigio de las personalidades, movimientos o partidos políticos victimizados para restarles apoyo social y dejarlos cada vez más vulnerables. El argumento más socorrido es la lucha contra la corrupción, supuesta causa de la pobreza y otros males del mundo, obviando así que el verdadero origen está en el actual orden económico y financiero mundial.
El propósito es debilitar el aparato estatal para restaurar (y consolidar) el neoliberalismo en los países que tuvieron gobiernos con programas de proyección social. Lo hacen amparados en un poder, el judicial, que no emana de la voluntad popular sino de complejos mecanismos de designaciones políticas y plazas por concurso. Un ejemplo clásico está en Brasil.
Concluir este “negocio” requiere que Lula da Silva, y sus seguidores del Partido de los Trabajadores, permanezcan fuera del Gobierno, aunque para ello queden tras las rejas valiéndose de métodos espurios y hasta infantiles, como el interrogatorio al que fue sometido el líder brasileño por el juez Sergio Moro a propósito del departamento ( tríplex ubicado en Guarujá, San Pablo supuestamente recibido como soborno por beneficiar a la constructora OAS) del cual transcribimos un fragmento:
—Juez Moro: ¿El departamento es suyo?
—Lula: No. — ¿Seguro? —Seguro.
— ¿Entonces no es suyo? —No.
— ¿Ni un poquito? — No.
— ¿O sea que usted niega que sea suyo?
—Lo niego. — ¿Y cuándo lo compró? —Nunca.
— ¿Y cuánto le costó? —Nada.
— ¿Y desde cuándo lo tiene? —Desde nunca.
— ¿O sea que no es suyo? —No.
— ¿Está seguro? — Lo estoy.
—Y, dígame: ¿por qué eligió ese departamento y no otro? — No lo elegí.
— ¿Lo eligió su mujer? —No.
— ¿Quién lo eligió? —Nadie.
— ¿Y entonces por qué lo compró? — No lo compré.
—Se lo regalaron… — No.
— ¿Y cómo lo consiguió? — No es mío.
—¿Niega que sea suyo? — Ya se lo dije.
—Responda la pregunta. —Ya la respondí.
— ¿Lo niega? — Lo niego.
— O sea que no es suyo… — No. (…). Señor juez, ¿usted tiene alguna prueba de que el departamento sea mío, que yo haya vivido ahí, que haya pasado ahí alguna noche, que mi familia se haya mudado; o tiene algún contrato, una firma mía, un recibo, una transferencia bancaria, algo?
— No, por eso le pregunto. —Ya le respondí.