Por Alejandro Benítez Guerra, estudiante de Periodismo
Algo especial rodea cada año la Marcha de las Antorchas, algo que sube por el aire y se mezcla con el humo y las voces de los jóvenes. Pareciera que el brillo de llamas anteriores avivase las nuestras y nos acompañasen calle abajo, buscando la Fragua, desde aquella colina incendiada de pueblo.
Detrás está el Alma Mater. Sus pupilas de bronce habrán visto cientos, miles de jóvenes subir y bajar su escalinata cargados de sueños. Ojalá y hablara, para contarnos de la marcha de 1953, cuando aquellos fundadores se atrevieron, antorcha en mano y armada con clavos, a tomar las calles de La Habana en nombre de la dignidad plena del hombre.
Algunos de ellos protagonizarían el grito inolvidable del Moncada, besarían con su sangre el suelo de la Patria. En nuestro homenaje anual de su epopeya de enero, está su legado. Así, la Marcha de las Antorchas se convierte, además de un tributo a Martí, en merecido recuerdo de quienes, portando la estrella del Apóstol, desafiaron policías y dictadores, balas y porrazos, siguiendo el mismo camino que recorremos hoy.
Una ráfaga de viento recorrió ayer la escalinata. Avivó la llama joven de la antorcha, se montó en el grito jubiloso de “Viva Fidel”, y murió en el vuelo hermoso de una bandera cubana.
El ejército de jóvenes se movió, incendió San Lázaro, Infanta, Espada. Cantos, gritos y consignas acompañaron su camino a la Fragua Martiana, hasta disolverse en el aire frío del Malecón habanero.
Unos al concierto, otros a la casa, los nuevos y viejos amigos se dijeron adiós con la promesa de reencontrarse el año siguiente, cuando cada uno se convierta, nuevamente, en una luz por Martí.